En medio año, algunos advierten de un exceso de personalismo para lograr su bandera política: combatir la corrupción
______________
A TRES DÍAS de que cumpla seis meses en el poder, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está cerca de conseguir la mitad de las promesas de campaña. Ya había advertido, dos meses atrás, que de ellas “62” se habían “convertido en hechos y 38 están en proceso de cumplirse”.
Entre reivindicaciones históricas, creación de nuevas instituciones y discursos contra sus antecesores, AMLO ha transcurrido sus primeros seis meses con altos índices de popularidad y una manera de hacer política, para algunos, demagógica o populista.
Por ahora, es muy temprano para definir su gobierno bajo esas categorías, pero al menos está quedando claro el culto que tiene por su imagen, una adulación personalista, apoyada por el poder de las mayorías en el Congreso a través del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena); nunca antes en la historia democrática de México había existido un Presidente con tanto poder en el Legislativo.
López Obrador ha aprovechado el descontento de los mexicanos para llevar a cabo la “Cuarta Transformación”, un modelo que intenta refundar las bases del Estado, como lo hizo Benito Juárez o Lázaro Cárdenas -acompañantes de esta reformulación- quienes yacen en óleos sobre lienzos en el despacho presidencial.
Para implementarla, López ha reversado varios proyectos que venían de la anterior administración, ha subido los impuestos a los altos contribuyentes, ha creado una fuerza especializada en seguridad, la Guardia Nacional, y ha anunciado la conformación de varias instituciones que buscan luchar contra la corrupción y acabar con la desigualdad.
En el papel, cada una de las iniciativas parecen ser ideales, pero algunos ya empiezan a advertir que el método para conseguir su implementación no ha sido el adecuado por su poco respeto por el Estado de Derecho y su diagnóstico, algunas veces equivocado, de los males que aquejan a México.
El Presidente ha creído, por ejemplo, que la corrupción se combate con poner en la palestra pública a los expresidentes y crear instituciones como el “Instituto para Devolverle al Pueblo Lo Robado”. Preocupados, sus críticos han dicho que ese tipo de instituciones ya existen, en cabeza del Servicio de Enajenación de Bienes, y AMLO lo que intenta es darle un nombre más pomposo y con tonalidad más populista. En cambio, poco ha avanzado en las investigaciones contra políticos corruptos y en la trama judicial que tiene a toda Latinoamérica en vilo, Odebrecht.
Parece claro, por lo pronto, que su bandera política (combatir la corrupción) está marcada más por la espectacularidad de los anuncios, que por los planes para acabar esta práctica que tiene a México como el país más corrupto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
“Estamos definiendo cómo vamos a devolver el dinero, en algunos casos va a ser directo a las sociedades de padres de familia de las escuelas, para el mantenimiento, para la construcción de unidades deportivas, para ambulancias, para caminos, todo lo que pueda hacerse con este apoyo”, dijo López Obrador en referencia a los 60 millones de dólares que piensa a recaudar a fin de año producto de bienes e incautaciones.
México, con AMLO, está enfrentando lo que Juan Luis Cebrián ha llamado “el precio de la estabilidad” por la “ausencia de libertades de un régimen que mantenía formalidades democráticas”. Es claro que del modelo anterior, en el que casi gobernó todo el tiempo el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y un poco el Partido de Acción Nacional (PAN), tuvo muchas deficiencias, como los altos índices de corrupción y la violencia derivada de ellos, pero de cierto modo logró lo que el politólogo Maurice Duverguer calificó de “estabilidad del régimen, el único (país) que en 60 años no ha padecido un golpe de Estado”.
Ya en el gobierno, el líder de Morena ha impuesto su lógica discursiva tan propia de los populistas entre “ellos y nosotros”, con su célebre frase de “fifís y chairos”. Una dicotomía que concibe la política en extremos, en oposiciones, algo también muy propio de los mexicanos transformadores, quienes, como advirtió Alfonso Reyes, ven todo como “una pugna entre lo local y lo universal”.
No existe, como ha advertido López Obrador, una simbiosis entre pueblos que derive en el mestizaje. Hace unos meses, en carta enviada al Papa y al rey Felipe IV de España, pidió que se les pidiera disculpa a los pueblos originarios por las prácticas violentas de Hernán Cortes durante la Colonia.
Pretende, de este modo, un gobierno que reivindique este espíritu de reconciliación, que derive en una “ley de punto final”, lo que parece su proyecto central, embarcado a través de la lucha contra la corrupción y la austeridad del Estado. Frente a esta última, ha dicho que su administración cuenta con un presupuesto adicional por los ahorros logrados en el Plan de Austeridad, firmado por él al comienzo de su mandato.
A pesar de estos anuncios, sus críticos ya han advertido que López, por ejemplo, ha lanzado a las calles la Guardia Civil a falta de un debate en el Congreso y que esta, calificada como una institución civil, representa todo lo contrario a lo que había dicho en campaña para solucionar la violencia del crimen organizado en México, criticando la “guerra contra el narcotráfico” declarada por Felipe Calderón.
Estos primeros seis meses de López Obrador empiezan a dar pistas de lo que puede ser su sexenio, un periodo cargado de personalismo y ganas de transformar a un México que requiere cambios, pero, quizá, no una ruptura total. No todo ha estado tan mal, como decía Duverguer.