UN SEXADOR de pollos perdido en los pantanos nebulosos de Vladivostok, al sureste de Rusia; un marinero anclado en la saudade de una pensión del Amazonas brasileño; un viajero agonizando por los vestigios del amor y la malaria en la bahía de Dares-Salaam son algunos de los personajes insólitos que habitan las páginas de “Los mares de la luna”, la nueva colección literaria de Juan Fernando Merino, en la que aborda los lugares que ha recorrido a lo largo de su vida.
Escritos en una prosa sencilla, con toques de comedia. Los cuentos reunidos en este compilado se caracterizan por seguir la tradición de los relatos latinoamericanos a la que pertenecen gigantes como Julio Cortázar o Rubem Fonseca.
El caleño Juan Fernando Merino, ganador de varios premios literarios colombianos y una beca nacional de novela, es la pluma de este ejemplar, publicado bajo el sello de la Editorial Planeta. Conozca aquí un fragmento de esta obra, estrenada durante este mes:
Mar de las olas
— ¡Siguiente!
El siguiente habría sido Mahmadou el africano, doce era su número, pero ya había guardado la trompeta en su estuche y en ese momento empezaba a alejarse a un rincón del recinto para observar el resto de la audición —o hasta donde aguantara— sin tener que participar. Sin molestarse en subir al escenario y tocar la trompeta en vano.
Mal había hablado su exvecino Abdoulaye, intérprete de la kora y del djembé en su ciudad natal de Tambacounda, cuando le aconsejó que al llegar a Nueva York —si es que llegaba en primavera— debía presentarse sin falta a “Artistas en Tránsito”, la audición musical del Subway en la que cada año se seleccionaba a una treintena de solistas o de grupos para tocar en las principales estaciones de Manhattan. Además, respaldados por la bandera y el escudo del Sistema Metropolitano de Transporte de la ciudad, contaban con un espacio oficial y autorizado para vender CD’s sin el riesgo de ser expulsados de la estación por la policía.
Mal, muy mal había hablado Abdoulaye, porque visto lo visto y escuchado lo escuchado, lo que era él, Mahmadou Diop Diabaté, conocido en el vecindario de su nueva ciudad simplemente como Mahmadou el africano, de ninguna manera quisiera formar parte de aquello. Porque los músicos que el jurado había seleccionado hasta el momento eran muy malos... Aunque no era exactamente eso; más bien eran tan blandos, tan poco osados, que casi todos se limitaban a copias burdas, supuestamente para todos los gustos, de melodías supuestamente célebres. A otro camello con esa joroba, se dijo Mahmadou con pesadumbre. Había aprendido de su bisabuelo y de su abuelo —su padre y sus tíos se saltaron una generación entera de artistas— que nunca se debe malgastar el talento, que jamás se debe profanar la música.
Así que Mahmadou el africano estaba listo para irse con su trompeta a otra parte. Preferible sería tocarla a solas en un callejón de Alphabet City. O a orillas del East River, por más feas que fueran las riberas a la altura de su barrio. O en cualquier otra parte...
Solo que en aquel preciso momento convocaron al pequeño estrado que hacía las veces de escenario al número veintiséis, a Bogdan Burovic, el Acordeonista Dorado. En realidad era más rojizo que dorado, estaba mucho más ebrio que sobrio y nadie en Nueva York tenía idea en qué parte o partes de la antigua Yugoslavia había nacido, vivido y aprendido a tocar su instrumento... Pero ese era el nombre artístico que había usado en los formularios de inscripción para el concurso del Subway.
Lo cual en el fondo importaba un comino. Lo que importaba era lo que podía hacer con el acordeón. ¡Qué músico más grande!, se dijo arrobado Mahmadou el africano, inconscientemente desenfundando la trompeta y llevándosela a los labios por un instante, como si se dispusiera a acompañar aquellas notas agridulces (por llamarlo de algún modo) que de manera desgarrada, entrecortada (qué cortas se quedan a veces las palabras) iban saliendo de aquel acordeón fabuloso.
¡Qué importaban entonces origen y procedencia nacional! Qué importaba que el acordeonista aquel —demacrado y con el rostro surcado de arrugas, aunque no debía llegar a los cuarenta— apenas pudiese sostenerse en pie. Qué más daba que por tener los ojos cerrados, entregado por completo a la música que salía de su instrumento, desconcertante, alarmante, prodigiosa, a veces trastabillara o emitiera sonidos guturales... ¡Qué importaba casi nada! Pero qué músico más grande, se repitió admirado Mahmadou.
En aquel momento su mirada se cruzó en el extremo opuesto del recinto —un salón largo y estrecho en el segundo piso de la estación de trenes de Grand Central— con la mirada de un hombre de mediana edad, tez cobriza, frente muy amplia y que avanzaba con una leve cojera causada por el polio infantil. La expresión en el rostro de Mahmadou, el trompetista senegalés, y la de Rodrigo García, el guitarrista colombiano, decían más o menos lo mismo:
“Ese tipo es un iluminado. ¡Ese hombre es un genio!”. Por supuesto que las audiciones masivas y en mitad de la tarde no están hechas para los genios, y menos aún las del concurso de selección “Artistas en Tránsito” del Metro de Nueva York. Así que ocurrió lo inevitable.
—Muchas gracias, pero no, gracias —cortó abruptamente el portavoz del jurado al acordeonista balcánico. De manera que antes de que Bogdan Burovic terminara su asedio impetuoso a aquella pieza, ya lo estaban haciendo bajar del estrado, reduciendo a tres los cinco minutos estipulados para cada concursante.
Rodrigo García tenía que compartir lo que acababa de ver y escuchar con alguien más, con quien fuera, con el único en todo el recinto que parecía comprender la dimensión de lo que acababa de ocurrir, aquel negro alto y muy delgado de sombrero color plata, chaleco de tonos abigarrados y pantalones a cuadros, que se había quedado tan atónito como él mismo. Ya se iba a acercar al otro, el otro se iba a acercar a él, pero en aquel instante, por un azar del destino o de la numerología del Subway neoyorquino, lo llamaron al estrado.