Lo de trasladar la acción -tiempo y lugar- en la ópera es lícito. Pero no todos los títulos lo permiten y no todos lo saben hacer. Sobre el tema han corrido ríos de tinta en el mundo entero. Hay quienes piensan que algunos directores, o registas, aborrecen la ópera y no se toman el trabajo de oír la música, que casi siempre dice qué deben hacer el cantante y el regista. Esa dictadura empieza a evidenciar fatiga; en grandes teatros algunas puestas han terminado abucheadas. Hasta les endilgan, como en la Staatsoper vienesa, que por su culpa el público anda tomando las de Villadiego.
El florentino Daniele Spini, que opina con autoridad, a propósito de L’Elisir d’amore de Gaetano Donizetti, dijo que el País Vasco de la acción, tiene la misma credibilidad de la Suiza de La sonnambula de Vincenzo Bellini, porque es en realidad una ópera lombarda que hasta sugiere la atmósfera luminosa del sur. Tiene razón: Donizetti era de Bérgamo y su música revela atavismos del estilo napolitano.
L'Elisir D’Amore de Cabrera
De manera que la decisión de Sergio Cabrera de instalar su L’Elisir d’amore que la noche del pasado miércoles subió al escenario del Teatro Mayor, en la Guajira, no fue descabellada. Hasta fue un acierto.
Desde lo dramatúrgico trabajó tan seriamente que hasta medio le salvó el pellejo a un par de personajes. Demostró poseer la sensibilidad suficiente para que música y atmósfera fueran un todo y hasta se permitió, en un par de momentos, fugaces, fusionar el folklor regional con Donizetti en esas sugerencias de la chichamaya entre Adina y Nemorino. Bueno, por un golpe de suerte, hasta la Adina parecía una de las Araujo Noguera.
Fiel a la música prefirió una abigarrada ranchería a la planicie del desierto. Tuvo guiños a su vocación cinematográfica; imposible pasar inadvertido el subyugante movimiento de cada uno de los miembros actores del coro, encargados de recrear la atmósfera sofocante de la ranchería, sin distraer la acción. La suya fue una Guajira intensa, pero escenográfica y lírica, no una reproducción realista.
Logradísimo el vestuario de Luisa Toro. En decorados, Felipe Dothée acertó con el fondo de piedras que parecían venir directamente de la prehistoria, también en los ventorrillos del acto I; pero hubo elementos que nada aportaron, como los túneles laterales. Las luces de Jheison Castillo, correctas, pero, sin la luminosidad del sol del Caribe tampoco logró recrear el atardecer.
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Ópera también es música
No hubo un desastre, pero, la actuación del venezolano Manuel López-Gómez al frente de la Orquesta Filarmónica juvenil de Bogotá dejó qué desear. Su trabajo se limitó al ajuste entre el foso y escena, pero pasó por alto el estilo ligerísimo y transparente que esta música -tan sencilla- demanda. Tampoco se cuidó de un trabajo más laborioso en materia de matices, con momentos más desafortunados en el acto I que en el II.
En cambio, el Coro de la Ópera tuvo una actuación memorable, de seguridad musical y muchísima actuación.
En cuanto el elenco. La soprano Alejandra Ballestas hizo una Giannetta impecable y su voz corrió fácilmente por el auditorio.
Lunar con el barítono italiano Gianni Giuga, impreciso en la afinación, desigual en la emisión; lo salvó Cabrera que marcó su personaje con tanta gracia -un fracasado militar que parecía llegar de las guerras que inundan nuestra triste historia- que hasta sus desatinos vocales parecían a la medida del personaje.
Más difíciles las cosas con el "bajo" Hyalmar Mitrotti. También lo auxilió el registas, aunque hábilmente se sirvió de sus propias habilidades; el problema fue su voz, no la idónea para Dulcamara, que exige un registro generoso, sonoro y pleno en los graves que, aparentemente no posee. Su aria de entrada lindó en el desastre, aunque supo equilibrar su desempeño en el célebre duetto con Adina del acto II.
Adina, la soprano española Sara Bañeras, desparpajada en escena, inteligente en la recreación del personaje, profesional en la resolución de las arias y, cuando lo consideró necesario, capaz de echar mano de agudos y sobreagudos que iluminaron los clímax los concertantes. Lograda actuación de esta Conchi Araujo catalana.
Ahora bien, la gran actuación, por finura y estilo, corrió por cuenta del tenor Julián Henao, que supo recrear con estilo y naturalidad el Nemorino, entre otras porque su instrumento de lírico lo predestina al personaje. El regista lo dotó de algo más allá de la sencillez, lo guio para que transmitiera simpatía y para que resolviera con solvencia la escena de la embriaguez. Muy tenso al momento de su entrada a escena, el Quanto é bella, por poco, le juega una mala pasada. Sin embargo, su actuación fue un permanente ascenso. No se permitió ningún desplante de galería a la hora de su momento cumbre, Una furtiva lagrima, que fue aplaudida, pero, no en la medida que merecía, porque fue una exhibición de legítimo belcanto y buen gusto.
¿Un triunfo? Sí. Sin la menor duda. Con bemoles, claro. Pero este L’Elisir d’amore guajiro del Mayor fue memorable. Además, se añade en letras de molde al medio lírico el nombre de Sergio Cabrera como un señor director de escena. Bastante falta hace un regista di qualità.
Cauda
La puesta fue producto de la asociación del Teatro Mayor con la Ópera de Colombia del Camarín del Carmen. Que señalar los bemoles no traiga otros 25 años de veto. Bueno, no llegó.