Esto es con todos
Últimamente Bogotá es sinónimo de caos. Es difícil determinar hasta dónde en el tiempo se extiende la anterior afirmación. Los bogotanos jóvenes podrían decir que ya son más de 6 años sumergidos en el desorden absoluto y alguna generación más antigua afirmaría, tal vez, que desde el 9 de abril del 48 la ciudad jamás volvió a ser la misma. El destino de esta entrañable urbe tiene y ha tenido a sus ciudadanos inquietos. ¿Qué futuro le espera a la capital? ¿Habrá manera de rescatarla?
Razones hay miles para explicar las causas del caos que la agobia. En la mayoría de los casos la responsabilidad recae en el gobierno de turno o en las condiciones de pobreza e ignorancia en las que vive el país. Excusas para deshacerse de la responsabilidad son las que sobran en el ya trasnochado discurso de los bogotanos.
La primera columna que escribí en este diario hablaba del humanismo cívico y la importancia de hacerse cargo de la condición de ciudadano. Ha pasado un año desde entonces y nuevamente me urge sacar el tema, porque el panorama tiene de todo menos de aquello que en esas líneas recordaba. Ni en los planes de gobierno, ni en la actitud de los ciudadanos se asoma algún giro hacia el papel de la cultura cívica en el “rescate” de la ciudad. Para todos es evidente la urgencia de acción, pero no atinamos en el momento de intentar hacer algo. Reina la confusión entre huecos, derrumbes, insultos y carruseles. La ciudad, de momento, no es de nadie. Nadie la habita en verdad. Somos solo aspirantes a sobrevivir.
Somos, así duela, aquellas abejas de la fábula de Mandeville: “todas buscaban su propio interés con arrogante orgullo y absoluto desprecio de las conveniencias o derechos del prójimo. Metida en su celdilla, cada abeja sólo maldecía las trampas que le hacían las de fuera, sin reparar en que ella misma no se quedaba atrás a la hora de engañar a propias y extrañas.” La diferencia con respecto a la fábula es que, en Bogotá, los vicios privados no se han transformado en virtudes públicas, sino que han seguido siendo vicios y han impregnado de tal modo la sociedad, que han cerrado el camino hacia el ejercicio de la virtud a través de la participación ciudadana.
De nuevo, y no me cansaré de decirlo, la solución está en cada ciudadano. Pensar en habitar Bogotá en este momento genera miedo e impotencia. Pero es la única salida al estado actual de las cosas. Medidas como el día sin carro -o sin moto, como algunos han sugerido con mucha razón- sólo tiene sentido en el marco de una tarea ciudadana. Si no es así, son solo parte del cúmulo de políticas destinadas a fracasar por ausencia de humanismo. Aun cuando se acoja la iniciativa, por el buen ánimo que aún reside en el bogotano de bien (que al final somos todos), si no hay un liderazgo claro que oriente los esfuerzos y, de paso, garantice las condiciones mínimas para llevarlas a cabo (seguridad, vías, etc.), no se alcanzará una Bogotá habitable. Quien lidera debe saber que esto es con todos.