Lo que la democracia no es
Con demasiada frecuencia se confunde la democracia con cualquier cosa. En parte, la culpa de semejante confusión recae en la engañosa sencillez con que la definió el presidente estadounidense Abraham Lincoln en su famoso discurso de Gettysburg: “La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Una completa tautología y una redundancia. Una infortunada, aunque cautivadora, triquiñuela retórica que, por ejemplo, para señalar sólo uno de sus defectos, pone demasiado énfasis en el pueblo (aunque “pueblo” pueda ser cualquier cosa, y Castro incluso pudiera definir así la ominosa dictadura en que viven los cubanos), y muy poco en el gobierno. Sí: en la necesidad que tienen todas las sociedades de darse y sujetarse a una forma de gobierno. Un gobierno que en los sistemas democráticos debe ser responsable, limitado, electivo, pero también eficiente, y por lo tanto capaz de tomar decisiones difíciles en momentos difíciles, cuando hay que resolver problemas acuciantes. Aunque muchas veces esas decisiones resulten impopulares. A fin de cuentas, si Lincoln tiene razón, la democracia es el gobierno del pueblo y no de la popularidad. Hay una diferencia radical, esencial, entre democracia y populismo.
Algunos analistas recibieron el anuncio del fallido referendo griego sobre el acuerdo alcanzado el 26 de octubre en Bruselas para (intentar) salvar el Euro como “un respiro de democracia en medio de la crisis, una muestra de honestidad”. Otros, más simplistas, como un “triunfo de la democracia sobre los mercados”. El despacho del primer ministro, Papandreu, emitió un comunicado para justificarse: “no desconfiamos de la democracia directa”, “queremos invitar a los ciudadanos a responsabilizarse de su propio futuro”, “el referendo les dará a las decisiones legitimidad democrática y asegurará la implementación de reformas oportunas y eficaces”.
Pura retórica, como la de Gettysburg, pero desvergonzada y chapucera. Una muestra de la forma en que los instrumentos de la democracia pueden ser empleados por los gobernantes incapaces para eludir la responsabilidad de gobernar. Un hábil recurso para salvar el pellejo y lavarse las manos invocando una aparente legitimidad democrática. Siempre es más fácil dejar que el “pueblo” decida -abrumado por las dificultades, por la angustia, por la frustración, por la elemental urgencia cotidiana- que ejercer el liderazgo en medio de la tempestad y asumir el costo que implica definir cómo sortearla.
Una propuesta egoísta, porque lo que está en juego es mucho más que la suerte de los griegos. Y también nociva, porque no hizo sino provocar más daño y aumentar la incertidumbre.