LA detención de Manuel Rosales a su llegada a Venezuela, el pasado jueves, estaba más que anunciada, incluso aunque tras su exilio hubiera desaparecido virtualmente de la escena política. Esa ha sido una de las estrategias del gobierno de Nicolás Maduro desde su precaria elección en 2013: decapitar a la oposición por todos los medios posibles, desde la intimidación personal hasta la inhabilitación disciplinaria o fiscal y la judicialización arbitraria. Una oposición sin cabezas visibles, sin líderes elegibles, sin sus voces más connotadas haciendo proselitismo, se le antoja buena receta de cara a unas elecciones legislativas que, según sus propias palabras, el oficialismo tiene que ganar “como sea”. Es decir, mediante la persecución, el fraude estructural, la represión, el discurso del miedo, y el engaño flagrante.
Sabe Maduro que en el plano internacional todavía puede prevalerse del silencio suramericano, de Unasur (su caja de resonancia favorita), y de los remanentes de su clientela petrolera en el Caribe. Y que en el plano interno dispone aún de recursos suficientes para apalancarse (no obstante la crisis económica cada vez más difícil de encubrir o transferir al enemigo de turno: el imperialismo, los paramilitares colombianos, los escuálidos), y en cualquier caso, de la experticia de sus patrocinadores cubanos. Sin duda teme un resultado adverso el 6 de diciembre: no le faltan señales de alarma. Pero tampoco instrumentos para mitigar el daño si éste llega a producirse. Por eso no duda que, incluso si así ocurriera, ello no supondrá un inmediato colapso del régimen. El control, prácticamente absoluto, de la judicatura y de la economía (por no hablar del aparato de seguridad del Estado), y la prolija legislación orgánica expedida para reforzar la “revolución bolivariana” (cuya reforma requiere una mayoría calificada en la Asamblea), podrían proporcionarle el mínimo de oxígeno que requiere para sobrevivir. Y es bien sabido que mientras las democracias se asfixian fácilmente, los gobiernos no democráticos se adaptan sorprendentemente bien a la hipoxia.
¿Qué hacer con Venezuela? Cómo apoyar la esperanza que, en todo caso, representa el 6D? Se echan de menos las misiones de observación electoral de la OEA, que tanto contribuyeron a la transición democrática en América Latina, hoy día sustituidas por el nugatorio “acompañamiento” de Unasur. ¿Por qué no pensar en misiones independientes, alternativas? Acaso parezca una misión imposible. Pero es aún más necesaria. No se puede seguir abandonando a su suerte a Venezuela. Y quizá la sociedad civil latinoamericana pueda hacer lo que los gobiernos de la región no saben o no quieren.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales