En Barranquilla, el 13 de octubre de 2013, en las eliminatorias para Brasil, en el partido contra Chile, al final del primer tiempo había un silencio sepulcral en el camerino colombiano. Arturo Vidal y Alexis Sánchez habían anotado tres veces en lo que ya era una goleada de antología.
El ánimo de la selección nacional estaba por el piso. Cuando más se necesitaba una luz de esperanza, cundía la oscuridad, la desazón y el desánimo. Ese equipo podía ser víctima de la derrota más humillante de la historia del fútbol colombiano. Más dura que el 6-0 con Brasil, en 1978.
Durante diez minutos cada jugador, cada suplente, los utileros, kinesiólogos, asistentes y cuerpo técnico se sumieron en su agonía personal y en un mutismo desesperante.
Cinco minutos antes de volver a pisar el gramado, Radamel Falcao García se convirtió en la insignia, el portaestandarte, la fuente de energía y pundonor, al poner en palabras lo qué significaba llevar la camiseta y responder por cuarenta y cinco millones de almas que estábamos con el alma en vilo frente al televisor.
Lo hizo con dos palabras. Una fórmula simple y contundente llena de ánimo, amor propio y confianza en sus diez compañeros, su técnico y el cuerpo de asistentes, en las cuarenta mil camisetas amarillas del estadio y millones de todo el país: “Podemos remontar”, dijo.
Eso bastó. La convicción de Falcao entró por los tímpanos y los poros de sus compañeros, golpeó como un campanazo sus intestinos, su corazón y su cerebro, como un cimbronazo que los sacó del marasmo derrotista que los había invadido. Uno tras otro empezaron a repetir: Podemos remontar. Podemos remontar.
Se alistaron para volver al terreno de juego a devolvernos la dignidad y a no perder un segundo de concentración frente a una de las mejores selecciones suramericanas de la historia, el Chile dos veces campeón de la copa América, la generación de oro de ese país.
Teófilo, que no le come a nadie, marcó en el minuto 14 de la segunda mitad. ¡Podemos remontar! Luego Falcao anotaría dos penaltis por faltas cometidas a James.
Ese día clasificamos, después de estar ausentes de tres mundiales. En ese segundo tiempo descubrimos en nuestro interior una explosión de ánimo, esperanza y positivismo, justo en el momento que cundía el derrotismo y la desilusión.
Nadie nos rescató. Los muchachos respondieron a la Epifanía de Falcao, a su convicción de que tenían con qué. Pékerman, que olía las debilidades, entró a Macnelly Torres y Fredy Guarín, que le dieron manejo de balón y empuje de la mitad hacia adelante.
Colombia se le echó encima a Chile. Tenían que creer que era posible remontar, que 45 minutos son una eternidad si se los emplea bien, que cada jugada del oponente es una amenaza, que en cada pase se juega uno la vida, que hay que tener la iniciativa y quitársela al contrario, neutralizar sus fortalezas y acentuar las propias virtudes. Que un jugador es tan grande como crea que pueda ser. Esa convicción es su mayor fortaleza, la fuente de su concentración y su talento.
Ánimo, Ánimo y más Ánimo. Esto no se ha acabado. Para los empresarios y sus trabajadores, los jóvenes y los agricultores, los petroleros y los camioneros, los educadores, empleados bancarios o de la salud y todos los colombianos que aún queremos un país que crezca, nada se ha acabado.
En mi opinión hemos recibido tres goles que pesan. Un gol en el 2018 marcado por Duque, que exasperó y alienó a los electores. Otro en el 21, por Petro y sus marchas, que metieron miedo. El último en el 22, con el triunfo de Petro. No son 45 minutos lo que nos queda. Es el porvenir lo que tenemos por delante. ¡Podemos remontar!