“-Un día moriremos, Snoopy.
-Cierto, Charlie, pero los otros días no”.
Y así, casi con todo. Un día nos enfermamos, otro nos invade la ira o la melancolía, perdemos un avión, se nos borra el disco duro (el del portátil o el de las neuronas); nos fracturamos un hueso, una creencia -o incluso- el corazón.
Y entonces renegamos de nuestra suerte; le reclamamos a Dios por la afrenta de un dolor o una ausencia, y ese día del descalabro -el del saldo en rojo en tiempo o en latidos- borra todos los demás momentos y treguas de nuestra historia. Así de exigentes y amnésicos somos los humanos.
Como “un día moriremos (…) pero los otros días no”, valdría la pena celebrar la vida mientras podemos respirar por nuestros propios medios y no ahogarnos en nuestros propios miedos; celebrar cada guerra que alguien soluciona con menos balas y más palabras; cada herida que no se causa; cada abrazo dado; cada beso -prohibido o permitido- que encuentra la forma de llegar a los labios del ser amado. Celebrar cada suicida que regresa al puente y no llega a la hora negra del salto al vacío; celebrar todos los días en los que salvamos a otros y a nosotros, de un puñal, de un olvido o de un exilio.
“Un día moriremos (…) pero los otros días no”.
Mientras escribo esto, mi amiga de infancia, adolescencia, adultez y abuelez, mi hermana del colegio, de aulas, libros y eucalipto; de cabalgatas, teatros y cuadernos, está en la cama de un hospital; parece dormida, entre sábanas blancas, sin rasgos de angustia ni dolor. En la paz que da el cariño, y el tener una conciencia transparente, valiente y bondadosa.
El teclado del portátil responde al ritmo de la nostalgia; pasa nuestra imagen -nosotras- “las tres mosqueteras”, “las tres alegres comadres”, sentadas en el patio, descubriendo por radio la guerra de Vietnam, los acordes de Woodstock y los primeros pasos de Neil Armstrong en la Luna; pasan las lecciones de vida y papel, y nuestro uniforme de cuadros rojos. Pasan nuestras escapadas a la tienda del barrio.
Desafiamos el futuro mientras pasábamos “de niña a mujer”; nos aliamos para exprimir la vida, y no perder jamás la capacidad de asombro.
Le prometí y me prometí no recordarla como esta noche de hospital, sino como todos los años en los que mutuamente nos rescatamos una y cien veces; años de balcones frente al mar, mapas de madera, y un horno que olía a ponqué de chocolate; desde aquí veo nuestras maletas de colegio, convertidas en hogares temporales de Nikos Kazantzakis, Alejandro Casona y dos o tres pintalabios clandestinos.
¡Cuántas veces hablamos a la media noche, y compartimos mucho más de media vida! Desmenuzamos ilusiones y temores, y sin importar de quién fuera la página o de quién la pluma, nos inventamos fórmulas mágicas y con escudos de cariño y una risa desbordada, creamos nuestro escuadrón anti-tristezas.
Celebrar la vida, y aprender que -en caso de emergencia- las ventanas a la montaña, pueden convertirse en balcones al Cielo. Balcones al corazón de los amigos.
ariasgloria@hotmail.com