La palabra ciudad y la palabra civilización, tienen el mismo origen. La plaza fue el corazón de la aldea primitiva y de ciudad moderna. Era el mercado, el foro, el teatro, el Congreso, el asiento de gobierno, centro de espectáculos y el lugar de cambiar objetos y cambiar noticias y opiniones. Tan poderosa fue la ciudad como unidad social, que de ella se derivó naturalmente la “ciudad-Estado”. La “patria” de los antiguos fue una ciudad. Recordemos a Atenas y a Roma. París fue centro de gravedad en la Edad Media y el gran Renacimiento italiano tuvo como sede a Florencia.
Pero la crisis de la ciudad moderna comenzó con la revolución industrial y con la expolición demográfica. Todo se convulsionó. La capital estranguló a los centros campesinos. Absorbió sus productos, sus riquezas, sus animales, su sangre y sus hombres. El campo fue arrasado y despoblado. Por eso se repite aquello de hombres sin tierras y tierras sin hombre.
Hoy tenemos el terrible espectáculo de las megalópolis. De un lado, aglomeraciones gigantescas y confusas de cemento, hormigón, acero y vidrio. De otro, hacinamientos, carteristas, raponeros, forajidos, mendigos, famélicos, atracadores y gentes indeseables que llegan de todas partes. Puestos que venden artículos de contrabando, marchantes, culebreros, timadores, embaucadores.
Este es el drama que viven los alcaldes del “Nuevo Mundo”. Ante el grave desafío toca tomar conciencia, para afrontar el problema con decisión y valentía. La acción comunitaria, la solidaridad, el civilismo, la ayuda económica externa, la asistencia técnica, la integración y el apoyo mutuo son buenos instrumentos para hacer menos grave el drama.
La unión hace la fuerza. A veces en América, cada país vive ensimismado y absorbido por sus propias preocupaciones. Casi que somos un archipiélago de egoísmos. Las fronteras no pueden seguir siendo barricadas, sino centros de integración.
Hay que insistir y enfatizar en lo que une y olvidar lo que nos divide. ¿Cuándo comprenderemos que sin solidaridad no podemos llegar más allá y más arriba? Estamos obligados a luchar por el bien de los demás países y todos, por el bien de cada cual.
Un recorrido por la ciudad lleva a encontrar todo un circo: al malabarista de los sombreros, de las pelotas o de los pines y no es raro toparse con quien se para en las manos, hace equilibrio sobre el hermano mayor, el que bota fuego por la boca o hace malabares con elementos que arden en fuego, para luego pasar a recoger el dinero que debe ser entregado a su manejador o apoderado, quien les hizo “el favor” de enseñarles la técnica.
Es impresionante la vena artística de quien pide el favor público para ganar el sustento diario convirtiéndose en verdadero actor callejero. En este circo encontramos representaciones del invidente, del loco del pueblo, el sordo mudo, el desplazado, el recién salido de la cárcel o del ejercito, de la policía, de la guerrilla o incluso de los paras. Tampoco podrían faltar los motociclistas suicidas que vemos salir de todos lados, violando reglas y causando pánico.
Cada mandatario llega con sus propios animales: camellos en la oficina de la primera autoridad del municipio, que son reemplazados en el cambio de administración por peces y pájaros enjaulados. El animal del exgobernador es enviado a un sitial de honor si es de la misma corriente, o al basurero municipal si es contradictor.
También hallamos las carretillas jaladas por bestias; perros y gatos sueltos por todas partes y los más exóticos animales convertidos en mascotas de grandes y chicos. Así van desfilando todas las fieras, sin contar los micos que nos meten quienes legislan, ni los elefantes que siguen entrando al palacio acompañados de algunos políticos que se tienen que ir, pero se despiden más que un circo viejo y con carpa vieja, siempre prometiendo regresar con una mejor función.
Definitivamente, los circos y los payasos seguirán existiendo mientras tengan público que asista y aplauda su función, así después llegue a casa y no encuentre nada que comer.