Las sesiones del comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos en las que se han mostrado evidencias claras del plan del expresidente Trump para evitar la ratificación del resultado de las elecciones que él perdió, y de su responsabilidad en los sucesos del 6 de enero de 2021, que pusieron en jaque más de dos siglos de tradición en la transición del poder, muestran que la fragilidad de la institucionalidad democrática no es un asunto exclusivo de países tropicales.
La descalificación del testimonio de su propia hija, quien reconoció la ausencia de fraude, o el reclamo que aún ahora sigue haciendo a su vicepresidente Mike Pence, a quien señala de ser un hombre débil que no fue capaz de actuar, muestran que no existe ningún propósito de enmienda por parte del señor Trump, y que como lo afirmaron algunos de los participantes en ese comité de investigación, la estrategia contra la democracia continúa.
La paradoja es que esa cínica actitud lo puede llevar nuevamente a la presidencia, pues muchos de sus seguidores siguen convencidos de que le fueron robadas las elecciones y votarán con entusiasmo por él en caso de que ratifique, como todo parece indicarlo, su voluntad de ser nuevamente candidato.
Desolador signo de los tiempos el que pueda resultar exitosa como bandera electoral la evidencia de haber burlado impunemente la Constitución, y de que existan electores, un partido y líderes económicos y religiosos para quienes la mentira, el abuso del poder, la insolidaridad con las víctimas del insólito ataque al capitolio y el riesgo de muerte de los parlamentarios y del vicepresidente que se negó a incumplir sus deberes y a salirse de su rol institucional, resulten no solamente aceptables, sino que sean apreciados como expresión de fortaleza y liderazgo.
Para muchos de ellos los trabajos del citado comité son una simple estrategia política demócrata en la perspectiva de las próximas elecciones, y las pruebas presentadas son meras suposiciones enmarcadas en un lloriqueo de débiles que tienen la ingenuidad de creer que debían respetarse los votos depositados en las urnas, la Constitución, las leyes electorales o las decisiones de los jueces que habían rechazado todas las reclamaciones y las descabelladas denuncias presentadas por sus fanáticos partidarios.
El legado más nefasto de esos episodios será, sin duda, la puesta en evidencia de ese incomprensible desprecio por los valores democráticos y el Estado de derecho en un país que es referente para buena parte del mundo. Con razón la representante republicana Liz Cheney, luego de recordar que el juramento que ella hizo al tomar posesión de su cargo, no era el de obligarse a defender un partido sino la Constitución de los Estados Unidos, advirtió a sus copartidarios que un día el señor Trump dejaría de existir, pero su deshonor ligado a este episodio, duraría para siempre.
@wzcsg