Al parecer, Petro desistió de su idea de declarar simultáneamente el estado de emergencia y la conmoción interior. Afortunadamente. El uso conjunto de estos dos estados de excepción de manera concurrente es uno de esos disparates que engolosinan a nuestro jefe de Estado, pero que no hacen sino mancillar la institucionalidad colombiana.
En esta oportunidad, vemos que otra vez el Presidente acude a los mecanismos excepcionales para solucionar problemas que él mismo ha ayudado a crear.
Sucedió así con La Guajira. Desde febrero de 2024 había información meteorológica concluyente sobre la fuerte sequía que se presentaría en el norte del país. No obstante, salvo la ilegal compra de los famosos camiones por la Ungrd, se adoptaron pocas medidas. El Gobierno prefirió esperar hasta julio para declarar el estado de emergencia para, ahí sí, dirigir su mirada hacia un problema que se cocinaba de tiempo atrás. La Corte Constitucional declaró inexequible la declaratoria, pero dejó con vida algunas de las medidas adoptadas.
Con la crisis que viven el Catatumbo y otras regiones del país sucede algo similar. La gravísima afectación del orden público obedece en buena parte a decisiones adoptadas por el Gobierno. La política de “paz total” incluyó una inaceptable renuncia del Estado a velar por la seguridad de la población. Por vía de omisión, el Gobierno delegó esa función en los actores armados ilegales. Ahora, envalentonados y fortalecidos, estos delincuentes se matan entre sí y al que se les atraviese con tal de conservar sus posiciones.
No cuestiono la legitimidad de nuestros gobernantes para buscar caminos de diálogo con los grupos armados ilegales y para procurar acuerdos que ayuden a silenciar los fusiles y a buscar la paz. Pero sí me preocupa que estas negociaciones supongan una renuncia al primero de los deberes que recae sobre los Estados desde su consolidación en la Edad Media: ejercer el control sobre el territorio.
El ensalzamiento que Petro les ha prodigado a los actores armados y el lugar que les asignó como constructores de la agenda pública condujeron a la creación de un monstruo de mil cabezas que ahora hay que derrotar. Fueron muchas las voces expertas que así lo advirtieron, pero, como se sabe, vivimos épocas en las que poco espacio hay para las voces técnicas.
Petro tampoco le exigió al Gobierno de Venezuela, con el que tiene afinidad ideológica, que sacara sus narices de frontera. Al parecer, Maduro y los suyos habrían estado azuzando el fuego en la región, sin que nuestras autoridades dijeran palabra alguna.
El reto del Gobierno radica ahora en lograr que la declaratoria del Estado de Conmoción Interior reúna los requisitos que la Constitución establece. Bien harían el Presidente y sus ministros en definir para qué no es el estado de excepción. No es para sacar por la puerta de atrás la reforma tributaria que ya el Congreso les rechazó ni para empujar otros proyectos que el Gobierno no ha podido promover.
Trazado este límite, es preciso reconocer que, así las decisiones del Gobierno hayan sido uno de los ingredientes del desastre que hoy viven varias regiones del país, las poblaciones que hoy están en medio de las balas requieren de medidas apremiantes que les devuelvan la seguridad y la tranquilidad. Es imperativo resguardarlas. Bajo esos parámetros, el Estado de Conmoción Interior podría tener fundamento.
Una declaratoria razonable y unas medidas específicas de excepción podrían facilitar el control constitucional de los decretos. Y proteger la institucionalidad.