La semana pasada, el escándalo en torno a un exviceministro del actual gobierno, propuesto para presidir la SAE, dejó en evidencia las profundas fallas en la respuesta institucional frente al acoso. Al menos tres mujeres han relatado cómo este hombre, aprovechándose de su posición, las sometía a invitaciones y propuestas inapropiadas y comentarios lascivos, generando un ambiente de intimidación. De acuerdo con la Encuesta de Violencia contra las Mujeres de la Fiscalía General de la Nación (2023), más del 70% de las mujeres en Colombia han experimentado algún tipo de acoso en su vida laboral. Estas cifras demuestran que el problema no es un caso aislado, sino una realidad desatendida.
En este caso particular, la gravedad de las denuncias se intensifica debido a la responsabilidad que el funcionario tenía sobre temas de lucha contra la trata de personas. Involucrarse en actos de acoso no es solo una traición a las víctimas, sino una contradicción profunda que deslegitima por completo cualquier política pública de protección. Las conductas por las que ha sido denunciado refuerzan la dinámica de explotación que, en teoría, debería combatir desde su cargo. Cuando quienes detentan el poder, en lugar de proteger, abusan, no solo amplían la cultura de impunidad, sino que revictimizan. Estas acciones gravísimas, no son únicamente un ataque en contra de sus víctimas; son una agresión a la integridad de las instituciones y a los principios de justicia y dignidad ciudadana que deben garantizar.
Se ha reportado en las denuncias, que el funcionario aprovechaba su influencia para realizar insinuaciones y tocamientos, probablemente confiando en que su estatus le protegería de represalias. Estudios de Kipnis y Schmidt (2019) sostienen que el poder puede llevar a ciertos individuos a desinhibirse, eliminando la autocensura y sintiéndose invulnerables. En contextos de control débil, como el actual sector público, esta percepción de impunidad se amplifica, incentivando a que quienes ostentan cargos de autoridad actúen sin temor a las consecuencias.
Por otro lado, investigaciones de Connell (2005) revelan que una masculinidad tóxica promueve que algunos en posiciones de poder se sientan con el derecho de obtener favores sexuales de quienes están subordinadas a ellos. En este contexto, el acoso sexual no es solo un acto de abuso, sino una reafirmación de la posición dominante del agresor, respaldado por un sistema que tolera este tipo de conductas.
Adicionalmente, estudios como los de Pineda y Bermúdez (2022) muestran que el acoso sexual, es percibido frecuentemente como un “riesgo laboral” normalizado. Sin embargo, en lugar de prevenir y sancionar estas conductas, algunas culturas institucionales, actúan en complicidad, creando ambientes donde las víctimas son desalentadas a denunciar. Por eso, el inmenso valor de quienes ya levantaron su voz, denunciando las conductas del exfuncionario.
La falta de consecuencias para estos comportamientos alimenta un círculo de impunidad que erosiona la confianza en las instituciones. La sociedad demanda, con urgencia, la implementación y ampliación de protocolos efectivos de denuncia, protección y sanción, especialmente en el sector público, donde la responsabilidad de proteger es aún mayor. Llama la atención, que las denuncias se refieren a comportamientos que ocurrieron mientras el funcionario ejercía la enorme responsabilidad de combatir la trata de mujeres y niñas, una tarea que tiene a cargo la protección de las más vulnerables.
En este contexto, la exigencia de investigaciones administrativas y penales es solo el primer paso; la cuestión es también allanar el camino del control político riguroso que exija cuentas sobre cómo se promovió su nombramiento, quien lo respaldó para ocupar un cargo de tan alta responsabilidad y dignidad, y de cómo se permitió esta contradicción ética y moral en una posición de tan alta responsabilidad.