La mayoría de los seres humanos anhelamos la paz. Sin embargo, posiblemente nos quedamos cortos a la hora de identificar por dónde empezar a construirla. No tengo duda de que es preciso edificar la paz desde adentro hacia afuera: el primer territorio pacífico -si en realidad queremos mayor armonía en el mundo- es el cuerpo que somos. Es ese el lugar en el cual todo nos sucede, desde dormir y relacionarnos con los otros, hasta amar y trascender. Todo lo que nos ocurre en la vida solo tiene un lugar posible, este cuerpo que somos. Digo somos, aunque lo más escuchado es tenemos, porque mientras estemos vivos no podemos decir “lo tengo, no lo tengo”. Siempre somos cuerpo y es en él donde perdemos la paz y desde donde fomentamos las guerras.
Son muchas las paces que necesitamos hacer en lo individual para lograr consolidar paces colectivas. La originaria es con mamá y papá, esos dos seres que facilitaron nuestra encarnación en esta existencia y que no han sido perfectos. ¿Quién, acaso, lo es? Necesitamos sanar esas heridas de infancia, inevitables en el desarrollo. Algunas serán leves, otras profundas, pero de seguir con las llagas abiertas la paz no será posible. Igualmente, es preciso hacer las paces con toda nuestra historia. Los dolores no resueltos se convierten en sufrimiento, que tarde o temprano se manifestará en forma de enfermedad. Nuestro cuerpo, con cada una de nuestras células, tiene memoria. Es preciso afrontar esos recuerdos, tanto los mentales y emocionales como los físicos, para ir resolviendo nuestra vida en forma sana. Hablar lo callado, gritar lo enmudecido, soltar lo aferrado, llorar lo dolido. Sin esos ejercicios personales e intransferibles tampoco habrá paz.
Necesitamos transformar nuestras culpas en responsabilidad. Enfrentar nuestros errores y enmendarlos para cerrar círculos de dolor; aceptar que nuestras emociones solo nos pertenecen a nosotros y asumirlas; reconocer que hemos sido los constructores de nuestra vida, tal y cual es hoy. Los demás, hayan hecho lo que hayan hecho, son agentes que nos permiten experimentar todo aquello que necesitamos para aprender y evolucionar. Ello no justifica agravios ni crímenes, de ninguna manera. Nos sirve para ampliar nuestra comprensión y evidenciar que somos co-creadores de nuestra vida. Cuando comprendemos eso, nos ponemos en paz con la existencia, pues recuperamos el poder que -sin darnos cuenta- entregamos a otros. Mirarnos al espejo y ver reflejado en él nuestro poder nos da paz. Dejar de ser víctimas -así efectivamente lo hayamos sido- también. Por ello, tenemos derecho a trabajarnos desde nuestra piel hacia adentro para ser, cada día, cuerpos de paz. La paz externa es irrenunciable, pero sin la paz interior, la de afuera será solo una bella ilusión.