DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 15 de Marzo de 2013

Un hombre de Dios

 

“Es un pastor evangelizador cercano a los más pobres”

Solo hay una oportunidad para causar y también una sola para recibir la primera impresión de una persona. Y  la de Francisco, en la ventana abierta ante  la Plaza de San Pedro abarrotada de fieles, fue impactante. Su naturalidad, su serenidad, su actitud humilde, la comunicación inmediata a través de la oración conjunta con los fieles,  y hasta el momento en que silenció dulcemente a la multitud, le dibujaron al mundo su talante de Pastor.

Esta vez el humo, de una blancura inequívoca, anunció  la elección con una prontitud que desafió todos los pronósticos de crisis y división al interior de la iglesia, y envió el primero de los sorprendentes mensajes de esa fría noche romana.

Desde la renuncia de Benedicto XVI, los expertos en asuntos vaticanos analizaron a fondo  la situación y sus perspectivas.  Contemplaron todas las posibilidades, las desmenuzaron, se adentraron en sus antecedentes y  ramificaciones y describieron paso  a paso los desarrollos previsibles. Enumeraron  todas las posibilidades. Todas, menos las que efectivamente ocurrieron. Es obvio que especialistas y medios no tuvieron como fuente al Espíritu Santo.

La elección de un hombre humilde, austero, transparente, directo, pastor y comprometido con los más pobres, habla muy bien de sus electores, de la indiscutible unidad de la Iglesia y del desapego a los poderes de este mundo. Los ojos de creyentes y no creyentes vieron, en  vivo y en directo, un espectáculo de solidez de la Iglesia  en la renuncia  de Benedicto XVI y la pronta elección de Francisco.

En medio de los diagnósticos de crisis internas y las especulaciones sobre enfrentamientos eclesiásticos y rencillas curiales, la rápida fumata blanca envió  desde la chimenea improvisada en la Capilla Sixtina, un mensaje de unidad y fortaleza.

Con el humo que se difuminaba en la noche se fueron las alharacas sobre catástrofes que hundirían a la Iglesia,  cataclismos internos y una lista de males desastrosos que, como lo anunciaba la retórica  de los más exaltados pesimistas, “harían naufragar la barca de Pedro”.

Cuando el Papa Francisco se asomó al balcón, entró a la historia universal con un nombre que  le da un sello indiscutible a su pontificado y recuerda a San Francisco de Asís, quien con sus virtudes de  pobreza, servicio y humildad cuestionó y estremeció los cimientos de la ostentosa fachada eclesiástica de su tiempo. 

 

De repente, las más sencillas acciones del nuevo Pontífice, nacidas de su actitud ante la vida, adquirieron una dimensión universal. Su morada, su forma de trabajar, la austeridad en su vida diaria se convirtieron en nuevo mensaje de exaltación de las virtudes cristianas ante un mundo paganizado.

Su nacionalidad le recordó al mundo la universalidad de la Iglesia, y su defensa de la vida ratifica el compromiso con los derechos fundamentales del ser humano, por encima de las coyunturas políticas y de las presiones mediáticas.

El desapego del poder, la fidelidad a la verdad y la franqueza para expresarla reivindican la importancia de los valores eternos, en unas sociedades   montadas sobre ilusiones que pasan y fantasías que engañan.

Pero, más allá de esas características destacadas en esta primera impresión, el Papa luce como un hombre de fe.  Es un pastor evangelizador cercano a los más pobres. Confía en el poder de la oración y, a una sola voz con su pueblo, ora por Benedicto XVI. Les pide a los fieles que oren por él. Y por creer en Dios cree en sus criaturas y se consagra a servirlas.

Es un hombre de Dios.