Colombia está redefiniendo su política exterior.
Resulta un ejercicio refrescante y necesario por tres razones.
Primero, porque hay un escenario político agitado y cambiante en el vecindario: Brasil, Ecuador, Chile y EEUU.
Segundo, porque no pueden descartarse nuevas emergencias sanitarias; y la guerra en Europa Oriental, que ha obligado a revisar los cronogramas en materia de crisis climática, podría ser el prólogo de una invasión china a Taiwán.
Y tercero, el país ha dado un giro a la izquierda, lo que conlleva negociaciones y procesos de cooperación cuyas virtudes solo podrán medirse en función de resultados.
Lo cierto es que, tras cuatro años erráticos repletos de fiascos, ha llegado el momento de ensayar una ‘diplomacia reticular’, es decir, basada en redes.
Para alcanzar el ‘equilibrio funcional’ que podría caracterizarla, consistente en mantener intacta la alianza con los EE.UU. abriéndose, al mismo tiempo, a escenarios inexplorados, esta diplomacia requiere la sincronización en tres niveles:
Primero, el de la diplomacia ciudadana, hacia adentro, ligando los problemas internos con los externos mediante el diálogo social.
Segundo, el de la diplomacia pública, o sea, los lazos cada vez más extensos e intensos entre agentes no estatales, incluyendo el tejido de la diáspora para crear escenarios multilaterales de consenso y apoyo.
Y tercero, el de la diplomacia de defensa, es decir, la “defensa defensiva”, basada, a su vez, en tres frentes:
(a) Disuasión mínima suficiente (defender la soberanía sin ser percibido como una amenaza, ni caer en el armamentismo);
(b) Medidas promotoras de confianza mutua (informar a los demás sobre el gasto en defensa y los movimientos de tropas en las fronteras, manteniendo activo el diálogo y la transparencia), y
(c) Noopolítica, o sea, la proyección de la industria de defensa del país pero, sobre todo, la exportación de conocimiento y la cooperación basada en las experticias de unas FF.AA. ya altamente especializadas en campos decisivos: ingeniería comunitaria, logística compleja, gestión de desastres, y emergencias sanitarias.
Así, pues, esta diplomacia reticular puede concebirse como una red de redes: combinada (entre lo gubernamental y lo no gubernamental); mixta (arraigada en el interés y la identidad nacional) y dinámica, lo que algunos llamarían “egocéntrica”, o “estatocéntrica”, pero que, más bien, podría denominarse pluralista, inclusiva y cohesiva.
En pocas palabras, una diplomacia cuyos referentes o indicadores serían, primero que todo, la conveniencia-utilidad: que sea verdaderamente rentable para el país (lejos de ideologías, prejuicios, atavismos o síntomas de segregación basada en subjetividades).
Segundo, la influencia-impacto, es decir, que su hilo conductor sea la penetración del país en asuntos sensibles de las relaciones regionales y sectoriales.
Y, por último, la trascendencia. Esto es la garantía de que, a lo largo y ancho del globo, las redes estarán entretejidas por poderosas fibras culturales, científicas y tecnológicas a largo plazo.