La periodista alemana Carolin Emcke en su libro “Contra el odio” (Taurus 2017), hizo un llamado sin distingo de fronteras, ideología o circunstancia, a poner en evidencia y rechazar a los “proveedores del odio” y los “mercaderes del miedo” que, desde ISIS en el Medio Oriente, a los grupos supremacistas en Estados Unidos, tienen como estrategia dividir a las sociedades según la lógica de la diferencia; pero también a alertar a la masa de ciudadanos, que desde la “preocupación”, aparentemente exenta de reproche, puede incubar o encubrir el desprecio, y en realidad alentar la discriminación y los ataques contra los que tienen un aspecto distinto, piensan de manera diferente, aman de otra forma, profesan otra fe o tienen costumbres diversas.
La misma estructura de discursos y fórmulas se reproduce en efecto una y otra vez como caricatura, especialmente en las redes sociales, y sorprende ver cómo no es advertida por quienes, aun contra sus propios intereses, terminan siendo ciegos instrumentos de los propagadores de rencores, malquerencias y rabia que nutren el racismo y los distintos populismos.
En tiempos del coronavirus ese llamado cobra plena vigencia. Todos deberíamos preguntarnos si ante esta crisis mundial de salud pública permaneceremos inmunes frente a la renovación de esos discursos de odio, o si nos dejamos contagiar de la hostilidad que ya comienzan a infundir los que utilizan como herramienta de sus fines el miedo y la identificación arbitraria de culpables a manera de excusa, de expiación o de catarsis. Igualmente, si estaremos dispuestos a permitir que, en este contexto propicio para expandir el temor al otro, al extranjero, al contaminado, “el nuevo placer de odiar libremente” a que aludía la referida autora, se normalice y se vuelva aceptable. Ese que ahora se manifiesta casi sin tapujos y sin necesidad de seudónimos en internet, donde los mínimos estándares de convivencia y de humanidad se han distorsionado por completo.
Por supuesto no se trata de imponer el silencio, ni de negar el derecho a expresar inquietudes y temores. En una sociedad pluralista todos debemos poder expresarnos. Pero no podemos dejar que se vuelvan aceptables las expresiones de intolerancia, de fanatismo y de histeria colectiva, y que se vean tan solo como desbordamientos propios de la dinámica democrática, o en este caso, como manifestaciones entendibles del pánico que provocan las pandemias.
Ese escenario ya lo ha recorrido la humanidad muchas veces -recuérdese tan solo la acusación a los judíos por la peste negra-, para no darnos cuenta de la amenaza cierta de tragedias que ello anuncia.
El aprovechamiento electoral del tema por algunos, ligándolo a los inmigrantes en los Estados Unidos y en Colombia, pareciera mostrar que la lección sin embargo no ha sido aprendida.
Quienes quisieran comprar esos discursos, deberían tener presente en todo caso, que los próximos contagiados, y señalados entonces, podrían ser fácilmente ellos mismos.