La maravillosa impermanencia
Nos suele pasar que cuando nos sentimos felices con alguna situación, la queremos perpetuar, o al menos estirarla. Unas vacaciones merecidas, una luna de miel o una celebración especial son ocasiones en que disfrutamos solos o en compañía con las personas más queridas, y que muchas veces no quisiéramos que se terminasen; pero terminan. No nos suele suceder lo mismo cuando nos sentimos con tristeza, cansancio o desasosiego. En esos momentos quisiéramos que todo terminara de una vez, que esos espacios de amargura o desazón se fueran para siempre de nuestras vidas. El tiempo se nos hace eterno y perdemos la perspectiva de la impermanencia: lo doloroso también pasará.
Tanto en las situaciones que calificamos como dulces como en las que tildamos de espantosas es frecuente que nos identifiquemos con la emoción: estoy alegre, ando dichoso, ando triste o estoy llevado… si ampliásemos un poco el espectro de la emoción podríamos reconocer que no necesariamente ninguna de esas emociones se cumplen en un ciento por ciento: nos podemos encontrar con toda una gama de grises que nos matizan el estado anímico. Si nos detuviésemos un poco en los grises nos podríamos desidentificar de la emoción -es decir, observarla como una de muchas otras visitantes que llegan a la vida- y reconocer que la tristeza y la alegría pueden cohabitar, que no riñen la una con la otra, sino que son aristas diferentes de la existencia. Puede haber alegría por el nuevo miembro de la familia que ha nacido y tristeza por el abuelo que ya murió; puede haber tranquilidad en lo emocional y desazón en lo laboral; puede haber plenitud en el estudio, y desconsuelo por el amigo que se fue.
Las emociones están de visita. Y así como llegan, tarde o temprano se van, así quisiésemos que la felicidad no se vaya y que el dolor se vaya rapidito.
Ninguna emoción permanece para siempre, todas danzan al ritmo de la existencia, como las olas del mar que van y vienen besando a la playa y despidiéndose de ella. Esa es la impermanencia, un concepto que los budistas tienen claro y aplican en su vida, así como los taitas, abuelos, abuelas y mamos de nuestras culturas ancestrales. Ellos y ellas fluyen con la vida, reconociendo aprendizajes y sabiduría en cada momento. A medida que las personas comunes y corrientes vamos conectándonos cada vez más con nuestra esencia -con los esperados retrocesos, pues el camino de la consciencia no es necesariamente una recta ascendente, sino más parecido a una curva de comportamiento bursátil-, vamos aprendiendo el desapego. Vamos reconociendo que esto que vivimos también pasará y que las emociones están de visita. Paradójicamente, lo único permanente es la impermanencia.