El problema más serio de Colombia, Centro y Sur América es que lo que sabemos hacer no da para que vivamos tan bien (sabroso, en la actual nomenclatura). Sabemos hacer productos agrícolas y mineros que se valoran mundialmente, pero los bienes manufacturados y servicios que producimos se venden mayormente adentro de nuestros países.
Una corriente en boga busca que dejemos de producir unos productos, el petróleo, el gas, el carbón y la minería, “a ver si” producimos otros que no contaminen. Llamémoslo: Error 1.
¿Cómo crecer según esa visión? Con: 1) Aranceles, que lleven capital y trabajo a sectores como textiles y confecciones; 2) crédito barato y público dirigido a financiar microempresarios y agricultores; y 3) impuestos y recursos de pensiones para fondear gasto social y mejorar el capital humano vía educación y salud.
Ya se intentó el desarrollismo cepalino, con aranceles, crédito barato y dirigido, gasto social y administración pública de pensiones, infraestructura y salud. Creó industrias subsidiadas por precios altos que pagaban los más pobres y la clase media, insuficientemente productivas para competir en el agresivísimo e híper-dinámico ambiente económico mundial.
Hubo una fase de industrialización mientras duró la urbanización, el dividendo demográfico de familias que tenían cinco o más hijos y llegaban algunas empresas de consumo masivo.
Posteriormente, entre 1980 y 2010, los asiáticos succionaron el capital mundial y las altas tecnologías manufactureras con base en salarios bajos, ahorro forzado por gobiernos autoritarios, bajos impuestos y tremenda logística. En Latinoamérica nos quedamos con economías sobre reguladas, empleo formal solo para la mitad de los trabajadores y desesperanza para la mitad de la población y las regiones más pobres y apartadas.
Ante la ineficacia del cepalismo, en los noventa se adoptó la apertura, los TLC, y reformas pro-mercado de servicios públicos e infraestructura. Luego, hasta 2014, la bonanza de los commodities ligada al despegue chino nos dio un respiro. Ahí paró la cosa.
Ahora quieren repetir la visión de los años sesenta: híper-regulación laboral, ambiental, tributaria, arancelaria, crediticia, de licencias y permisos. Híper-supervisión estatal, empleando las hordas de clientela progresista para vigilar si las empresas hacen y cumplen lo que el gobierno quiere, y “cobran precios justos”. Estatismo, dirigismo y mazzucatismo misionero. Dirigido por personas que nunca han producido, creado eficiencias, vendido productos o liderado ningún mercado o sector.
Otra creencia, llamémoslo Error 2, es que lo que producimos hoy, si estuviera bien repartido, alcanza para que todos vivamos bien. La historia ha enseñado que el tamaño de la torta tiene que ver con su repartición, a través de los llamados incentivos. Hay gente que sabe crear empresas, olfatear los mercados, comprar insumos y vender productos, imponer disciplina de capital, adquirir tecnología, cuidar la caja y el crédito, escoger capital humano, entrenarlo y ponerlo a desempeñarse con altísimos estándares. Se llaman buenos empresarios. Son escasos y costosos. Si no están bien remunerados, después de impuestos, encontrarán otro país donde su inversión dé réditos.
Temo que estos dos errores pueden hacernos perder una o dos décadas. Algo clave falta en esa estrategia de crecimiento y sacrificaremos lo que sabemos hacer y los actuales empresarios por ensayar (de nuevo) el modelo intervencionista.