El rasgado de vestiduras de algunos (¡que vuelven los fascistas¡) no me impide reconocer que la extrema derecha ha encontrado la postura en Europa.
Tiene la llave del gobierno en la Suecia socialdemócrata de siempre, en Francia ya no son tan drásticos los llamamientos a aislar el partido de Marine Le Pen, y es evidente que el irresistible ascenso de Giorgia Meloni (Hermanos de Italia), a lomos de la derecha de toda la vida, ha roto los cordones sanitarios que reclamaba la Unión Democristiana de Ángela Merkel.
Véase cómo el líder del hemisferio conservador de la política española, Alberto Núñez Feijóo, se ha limitado a expresar su respeto por el resultado de las urnas en Italia y hacer votos por la estabilidad en la tercera economía de la Unión Europea. Reacción lógica, a efectos preventivos, ante un eventual salto al poder de un conservador Partido Popular tal vez necesitado de Vox para que el salto sea realmente eficiente.
Más directa y tal vez más certera ha sido la reacción en el entorno de Díaz Ayuso, que es el otro brazo del PP en una remada no siempre sincronizada. Su estado mayor dice que las elecciones italianas del domingo pasado están verificando la derrota de la izquierda y su tendencia declinante en todas sus versione versiones, incluida la extrema izquierda.
Eso, en cuanto a España. Volviendo a Italia, la experiencia nos da motivos para desactivar las alarmas. Basta con mirar el historial acumulado de estas últimas décadas para llegar a la deducción empírica de que el venidero gobierno de Giorgia Meloni será tan efímero como los precedentes. Apuesten ustedes a la corta y acertarán.
Si no se consuelan los agoreros del autoritarismo populista de la Meloni, es porque no quieren, o porque lo necesitan solo lucirse en defensa de las tres colinas (Acrópolis, cuna de la democracia; Capitolio, cuna del derecho, y el Gólgota, cuna del humanismo cristiano), que, a mi juicio, está consolidada y bien consolidada en las instituciones europeas, a pruebas de modas políticas y líderes de vuelo corto.
Pero la inflación, la crisis alimentaria, el malestar social y el descreimiento en las fuerzas políticas clásicas son los generadores de esa especie de internacional de la ultraderecha que ha venido para quedarse en todos los países de la Unión Europea. Por supuesto, dentro del sistema, al que se adaptan con facilidad cuando entran en las instituciones.
En un país decepcionado con las élites dirigentes se vota la novedad, no al fascismo, cuya amarga memoria está bien viva entre los italianos. Temor infundado, por tanto, en un país de instituciones firmes y una sociedad sólida, muy por encima del nivel de sus políticos de quita y pon.