Hay noticias en curso cuyo desarrollo está pendiente. Retomamos la del galeón San José, hundido el 8 de junio de 1708, ubicado en la península de Barú cerca de Cartagena el 27 de noviembre del 2015, a trescientos metros bajo el mar; patrimonio histórico que nuestra Armada cuida para evitar el saqueo, aun cuando esta posibilidad parece remota por las dificultades de acceso y alto costo.
A raíz de la identificación del sitio donde reposa aparecieron Estados y sociedades alegando derechos, se inició una discusión sobre su propiedad, la cual es de Colombia como lo precisó el presidente Juan Manuel Santos, los expertos se pronunciaron, y el Gobierno ha iniciado los procesos de exploración y de confirmación plena del estado en que se encuentra. El Ministerio de Cultura anunció, hace unos meses, que en el 2016 se construirían en Cartagena laboratorios y piscinas con las condiciones para recibir materiales, incluyendo la utilización de un robot especializado con el objetivo de iniciar labores de extracción en el 2017.
El tema se ha manejado con cuidado, una reconocida firma fue contratada para defendernos si aparecen juicios. Quedan definiciones por adoptar de primer orden, que corresponden a la Comisión Asesora de Antigüedades Naufragas, y al Instituto Colombiano de Antropología, en coordinación con varias entidades gubernamentales. La opinión de la Unesco cuenta, sin ser decisoria. Un punto importante se relaciona con los restos de las seiscientas personas que perecieron en el galeón y a quienes el jefe de Estado rindió tributo cuando anunció el hallazgo. No se trata simplemente de organizar una expedición de buzos para sacar los sesenta y cuatro cañones de bronce e inmensos tesoros de manera improvisada, sino de un proyecto científico con participación de la academia. El sensacionalismo se ha decantado al igual que las propuestas insólitas, el análisis de si es mejor no tocarlo se mantiene, la noticia está en desarrollo y no puede desaparecer.
La vida en la nave era difícil, tripulantes angustiados, pasajeros heterogéneos, algunos colados, ningún gaitero, calor en las mañanas y mucho frio en las noches. Indago con curiosidad por el excelentísimo arzobispo de Santa Fe, Argentina, desconozco si tenía una de las cuatro cabinas disponibles. Ellos, antes de embarcar, se confesaron, luego comulgaron, “quien no sabe rezar que no se meta al mar” y menos en galeones de inferior calidad a los navíos ingleses. Gabriel García Márquez en “Cien Años de Soledad” imaginó el barco observado por los personajes de su novela: “Frente a ellos rodeado de helechos y palmeras blancas, ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del volumen, entre jarcias adornadas de orquídeas.”