El famoso latinajo, en su primera y romana acepción, hacía referencia a la manera de darle visos jurídicos a una situación de facto, pero de largo aliento post facto, que permitía adquirir el dominio sobre partes de territorio, sin que nadie osara revirar. Utis prossidetis juris, ita possideatis (tal como lo poseías… tendrás el derecho de seguirlo poseyendo). Era una forma de legitimar posesiones, aún adquiridas por la fuerza de las armas, pero que a la larga se volvían pacíficas e imperturbables, como si resultaran ser acatadas a regañadientes por la gente, como en la paz de los sepulcros. Era la Pax Romana, al fin y al cabo.
Y ese famoso “articulito” nos sirvió a los iberoamericanos para tirar las cercas entre nuestros países, según los límites propuestos por nuestra Madre Patria para definir divisiones administrativas de virreinatos y capitanías; y con esa fórmula nos fue bien, pues el proceso de “destete” de España transcurrió sin que se derramara mucha leche entre las naciones que fueron estrenando la soberanía en los potreros sudamericanos. Esos alinderamientos administrativos coloniales nos sirvieron de fuente para la definición de nuestras fronteras internacionales.