Como casi todos los seres humanos, aprendí desde muy pequeño a competir. Por fortuna, podemos desaprender y reaprender, en una palabra, evolucionar. Desde hace años evito al máximo la competencia, algo difícil en una sociedad que fomenta cada vez más el valor de la rivalidad.
De acuerdo con una investigación del profesor Andrés Nieto, de la Universidad Central, en Colombia “cada veinte días muere un hincha por eventos relacionados con el fútbol”. Hace dos semanas hubo tres muertos en Medellín. En marzo de 2022, en un partido en México, hubo al menos diecisiete muertos en un brutal enfrentamiento entre hinchas. En Argentina, en la celebración por haber sido campeones del mundo, hubo tres muertos en Buenos Aires. En Indonesia, en octubre de 2022, hubo alrededor de 125 muertos por enfrentamientos de aficionados en la ciudad de Malang. Ni hablemos de los heridos. Y la lista sigue: Camerún, Ghana, Egipto, Sudáfrica, Guatemala, por si no recordamos a los tristemente célebres hooligans ingleses.
Sí, me dirán que son hechos aislados. También hay argumentos sobre que la competencia genera trabajo en equipo; que no hay superación si no hay un rival que saque lo mejor de nosotros; que la competencia es connatural al género humano, amén de lo divertido que es ganarle al otro. ¿Acaso no podemos trabajar en equipo siendo solidarios? ¿No podemos brillar cuando apoyamos a otra persona a que brille también y darnos la mano? ¿No es posible regocijarnos con la realización del otro? ¡Claro que para todo ello podemos ahorrarnos la competencia, la rivalidad, la exclusión! No estamos condenados a que solo unos pocos alcancen un podio de tres. No estamos destinados únicamente a que la manifestación egoica de la vanidad y el autoengaño -vanidad por ser “mejores” que los demás, autoengaño de creer que si no somos “mejores” que el resto no nos van a amar- no nos permita conectar con nuestra real esencia.
El asunto central, más allá de las estadísticas -que no lo son para los familiares de las personas fallecidas y heridas- es que la competencia desata la pasión, que lingüística, psicológica y espiritualmente no tiene absolutamente nada que ver con el amor y que sí es una parte constitutiva de nuestros egos: llegamos a matarnos por defender ideas, religiones, ideologías o camisetas. Al igual que la competencia, la pasión está sobrevalorada, desde un paradigma de guerra que venimos arrastrando desde hace milenios y que hoy seguimos evidenciando ante la posibilidad real de confrontaciones armadas a escala planetaria.
Como humanidad, merecemos más que estar unos contra otros, que vivir en permanente oposición. Sí, podemos cambiar de paradigma y elevar nuestro nivel de consciencia. Para ello necesitamos la guía Divina…
@eduardvarmont