El marxismo es en esencia una prerrogativa. Como teoría es deficiente, simplista y pretenciosa. Equivale a reducir la historia universal a un par de ocurrencias supuestamente geniales de un señor. Pero la historia universal no es reducible a un par de fórmulas.
¿El marxismo es una prerrogativa de qué? De algo simple y poderoso: lo que es de otros, puede ser de uno. Siempre que se lo presente como que será para todos. No para unos pocos.
En sus orígenes fue una idea potente que debía poblar las mentes de los desposeídos, llevarlos a descreer de los derechos de propiedad, y arrogarse la prerrogativa de desposeer lo ajeno y apropiárselo.
Durante más de cien años prosperó y se arraigó en algunas de las naciones más extensas de la tierra, como China y Rusia. Justificó la maldad y la crueldad sin límite, la muerte de decenas de millones de seres humanos, la humillación, la prisión y la ignominia. Todos sacrificados en el altar de esa prerrogativa.
La idea progresó, inspiró una sensación de superioridad económica, produjo armas nucleares y en los años sesenta acarició un triunfo a nivel planetario. Pero al final sucumbió. Su derrota vino de la mano de su peor enemigo: el capitalismo.
El fin de lucro, basado en la libertad, la propiedad privada sobre los frutos del esfuerzo personal demostró ser más imaginativo, productivo y poderoso en ciencia, tecnología e innovación. Esa derrota se protocolizó en 1989 con la caída del llamado Muro de Berlín.
Para entonces, los chinos habían entendido que no tenían cómo vencer al capitalismo. En lugar de dedicarse a vencer al capitalismo lo acogieron. Era un proyecto contradictorio. El marxismo debía bailar sobre la tumba del capitalismo. Pero se vieron obligados a reprogramar el sistema.
Si el capitalismo era superior, el marxismo se debía valer del capitalismo, abrazarlo, acoger la creatividad que desencadena una capacidad organizativa empresarial inusitada, una explosión de ideas y energía motivadas por la iniciativa individual y privada. El crecimiento capitalista debía ser puesto al servicio del marxismo.
Los chinos lo lograron, pero bajo un estado comunista dotado ahora de una inconmensurable capacidad de seguimiento y control, de coartar la libertad cotidiana, los derechos humanos, la libertad de expresión y opinión.
En el resto del planeta fue necesario un rebranding, pues el marxismo se había vuelto “regresista”. El progresismo, originado en movimientos ingleses del siglo XIX que buscaban una transición “progresiva” al socialismo, vino a dar la mano.
En nuestro medio, la platanización tropical de aceptar la iniciativa individual, dejarla que produzca, y luego transferir masivamente su producido a unas pocas manos que distribuyan, ya no se hará a través de quitar las empresas a los dueños. O al menos no estatizarlas.
Será a través de impuestos, regulación y supervisión. Si se le puede quitar las utilidades a los empresarios, los ingresos a los profesionales independientes, y los salarios a los bien remunerados, ¿para qué disputas jurídicas de expropiación?
De esa manera, en nuestro continente se ha iniciado una transición desde un capitalismo rentista e imperfecto, a vestirlo con el ropaje del progresismo para evitar la estigmatización del marxismo. Desde Chile para arriba seremos altamente grabados con impuestos, y saturados de regulación y supervisión estatal.
Con el argumento de que los impuestos serán para todos se justifica la prerrogativa. Al final será para unos pocos, como ha sido desde Nabucodonosor. Alguien tiene que administrar ese sistema de producción, tributación, distribución y opresión. Ya habrá tiempo para crear el aparato de represión.