El gran problema de las desavenencias en las relaciones humanas no estriba tanto en los choques en sí -que por supuesto son desagradables, generan tensiones y atizan dolores-, sino en no descubrir para qué suceden. La vida es como estar en esa divertida pista de carros chocones que hay en los parques de diversiones: cada quien se sube en un pequeño auto eléctrico, a veces en pareja, y se lanza a la aventura de estrellarse con los demás. Algunas personas encuentran bastante jocoso lanzarse a la máxima velocidad posible en contra de los otros carros, para hacerlos saltar y sentir la adrenalina del estrellón. Otras intentarán escabullirse a toda costa por los bordes de la pista, a fin de evadir el caos. Unas más se dejarán fluir en medio de la dinámica propia de cada vuelta, esperando a ver si son estrellados o salen invictos de la ronda. Independientemente de cuál sea la actitud frente al juego, nadie puede escapar del conflicto.
Es imposible que entre dos o más personas no surja en algún momento de la relación algún tipo de conflicto, esa palabra que puede en principio asustar, pero que envuelve uno de los grandes retos de la vida: resolverlo. Los conflictos se resuelven más sencillamente -que no fácilmente- si ganamos comprensión sobre el sentido último de su emergencia, es decir, para qué sucedieron. Cuando al interior de una pareja ocurre un episodio de violencia intrafamiliar, más allá de condenar los hechos es importante descubrir qué es lo que hay debajo de ese síntoma que se expresó con violencia. Los golpes son solo la punta del iceberg. Las corrientes del sentido van por debajo, y sus orígenes se pueden remontar a la primera infancia, al parto o a la vida intrauterina… o incluso antes. Claro, las heridas necesitan ser tratadas y sanadas, pero las infecciones no se resuelven con gasa y esparadrapo.
Cada conflicto encierra motivaciones que permanecen ocultas en lo profundo del inconsciente, tanto en lo individual como en lo colectivo. El conflicto es una expresión de la necesidad de sanar esas heridas ancestrales que en ocasiones ni sabemos que están presentes, pero que siguen determinando el curso de nuestras vidas. Nos corresponde averiguar esas causas, que pueden ser de variado orden: situaciones violentas vividas en el núcleo familiar o exclusión de familia de origen; miedo al éxito o a la independencia; agresividad generada como dinámica de defensa; un abuso sexual no reconocido u otro tipo de trauma no visto ni integrado; la manifestación de una situación de injusticia que ha sido validada y perpetuada; el miedo a asumir la propia existencia. Cualquiera que sea la causa, el conflicto es un gran llamado de atención, que nos corresponde atender y resolver. Podemos hacerlo.