A una gran mayoría de los seres humanos no nos han enseñado cómo tramitar las emociones en forma asertiva. Eso no se aprende en la escuela, salvo escasas y maravillosas excepciones desde modelos educativos diferentes a la tradicional educación bancaria, que solo consigna contenidos -por demás muchas veces irrelevantes- en las cabezas de los estudiantes, a la espera de que los intereses se vean reflejados en forma de amaestramiento colectivo. En casa, mamá, papá o quienes hagan de cuidadores hacen lo que saben, aprendido a su vez de sus padres y de generaciones anteriores, o lo que intuyen, movidos por el deseo de hacer lo mejor con sus hijos. Sin embargo, criar desde el deseo no es suficiente, más ahora con las generaciones digitales sobre-estimuladas por las redes sociales, la inmediatez y la inminencia de un mundo globalizado.
Las emociones que nos gustan, como la alegría, el entusiasmo, el éxtasis, la tranquilidad y la plenitud resultan tesoros que no queremos soltar. Es todo un reto regresar de unas cortas vacaciones de puente festivo a la cotidianidad; muchas personas quisieran detener el tiempo, evitar que llegara el día laboral, prolongar la dicha de la pausa que se le ha hecho a la vida de todos los días. Es lo que suele ocurrir con el síndrome del domingo por la tarde, cuando se acerca lo inevitable. Nos cuesta trabajo reconocer que esas emociones que nos gustan son tan visitantes como las que no nos agradan y se nos vende la idea de que solo con pensar en positivo todo será color de rosa. Esto, además de no coincidir con la realidad, es una trampa que nos lleva a evadir lo que hay.
Tenemos derecho a que afloren esas emociones que no queremos y que también hacen parte de la vida. Derecho a la tristeza, al dolor, al miedo, a la angustia, a la desesperación, a la inquietud… Necesitamos madurar para ejercer ese derecho. Los bebés requieren gratificación inmediata por lo que lloran ante cualquier necesidad no satisfecha. Poco a poco, a medida que van creciendo, comprenden que no pueden controlar la realidad, que hay factores que se escapan de sus manos y que generan displacer. Lo que a muchos adolescentes y adultos les falta comprender es que esa sensación también pasará. La respuesta automática cuando se le pregunta a alguien cómo está termina siendo una expresión de cajón: excelente; bien y mejorando; mejor imposible. Cuando eso coincide con la vivencia de la persona, maravilloso. Cuando tras esas palabras se esconde malestar, desazón o intranquilidad, hay una cierta esquizofrenia. No se trata de gritar a los cuatro vientos que estamos a la baja; sí, de reconocer lo que hay y no mentirnos a nosotros mismos.
Las emociones no son buenas o malas, positivas o negativas; simplemente son. Cuando reconocemos lo que tenemos adentro, sin pretender evadirlo ni prolongarlo, nos liberamos. La tristeza pasará, al igual que la alegría. Danzamos entre una y otra; lo sensato es seguir el ritmo de cada música.