Consumimos fatuidades, lámparas de Aladino, abalorios, baratijas, imitaciones, ilusiones, eclipses de luna, puestas de sol, declaraciones de odio, promesas de amor, caricias rápidas, raudales de información, amigos de ocasión, atavíos de emperador.
Pero, sobre todo, consumimos mentiras. Una y otra vez, con cada gobierno, elección tras elección. En esta Colombia que arde en llamas no hay cambio. Vivimos en el país no ya del disimulo sino de la simulación, el de las apariencias de las que habló Platón en el Mito de la Caverna, ocupados como estamos en hacer que todo parezca distinto de lo que es. Es que el mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras perfectas para presentar lo irreal como real. Y como somos descriteriados, híper informados sí, pero filosóficamente atrofiados, tragamos entero, ya que pensar requiere calma mientras que consumir solo precisa de nosotros renunciar al control, depositarlo en quien más duro vocifere.
Consumimos mentiras, quizás porque las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son. Me sorprendo con las sinapsis que hacen los mentirosos para lograr su cometido, no tan lúcidas como el mecanismo de comunicación entre las neuronas para intercambiar información, pero parecido en mucho; un entramado de desaguisados, peculados, trampas, negociados, comisiones de éxito, vulgares coimas, recomendaciones, relaciones convenientes y de conveniencia, matrimonios. Lo mismo de siempre. No importa si el poder está a la diestra o a la siniestra de Dios padre.
Quizás no son mentiras sino artilugios para cerrar esa brecha entre lo que somos desnudos frente al espejo y vestidos con El traje nuevo del emperador, como en el cuento de Hans Christian Andersen, porque pocas veces en esta Colombia tan llena de aspiraciones y tan carente de inspiraciones, somos lo que cacareamos ser.
Lo grave es que la mentira es un acto cooperativo. Aceptamos las mentiras porque somos unos sujetos aspiracionales que rellenamos las brechas de nuestras vidas con fábulas: no somos, queremos ser; aceptamos ser engañados. Aristóteles dice con crudeza que fiarse de un mentiroso no es honestidad sino estupidez. Aquí lo hacemos una y otra vez.
El ámbito ético es pandito, lo advirtió hace marras Paul Krugman, profesor en Princeton y Premio Nobel de Economía: “Vivimos en una era en la que jamás se abandona ningún argumento, por muy abrumadoras que sean las pruebas de que este está errado”.
Yo propongo que cada día al levantarnos nos pongamos una máscara de gente buena, de gente decente, de gente proba para ver si de pronto se nos pega algo de virtud, al mejor estilo de los arribistas que de tanto fingir ser lo que no son ni tienen, nos llegan a confundir, en un fingimiento que les da réditos porque al menos por un rato cierran las brechas entre ser y parecer. Quizás este disimulo a la inversa nos vuelva mejores ciudadanos y un poco viables como Nación.
Yo ya no creo sino en los fingimientos de la literatura porque al menos con ellos me cabe la certeza de que vislumbro, así sea temporalmente, un mundo mejor, o por lo menos más vivible, más amable, más habitable, más agradable que este país que se empeña con su odio y polarización en retroceder hasta estadios primitivos de la humanidad.
Un mentiroso siempre necesitará otra mentira para cubrir la primera.