Fernando Navas Talero | El Nuevo Siglo
Miércoles, 3 de Diciembre de 2014

El error de un General

 

“Vuelve con el escudo o sobre el escudo” les exigían las madres espartanas a sus hijos. “Nunca derrotados ni vencidos”. Esta fue la enseña con la cual Licurgo construyó a Esparta, pueblo al que tanto admiró Napoleón, pero no imitó en sus últimos días, pues si termino en manos de su eterno enemigo no fue por otra causa que por cobardía, ya que a pesar de haber advertido que se suicidaría antes que ser retenido por él, no solamente abdicó -hace doscientos años- después de su derrota fatal en la batalla de Leipzig, gesto de debilidad que le costó su destierro a la isla de Elba, sino que se entregó a los ingleses -después de Waterloo- como una mansa oveja, presumido de que su condición de dueño de Europa iba a ser considerada y respetada por su indeclinable adversario, causante de todos sus fracasos. Entró en la boca del lobo, el navío Bellerophon, confiado en el asilo que le pedía al capitán Maitland, y todo finaliza con la lección que deja el exceso de confianza: su condena a muerte en las rocas de Santa Helena.

Napoleón, en ocasiones un romántico y respetuoso de la dignidad humana, despreciaba sin contemplaciones el derecho de su pueblo. Su Grande Armme  sucumbió en la campaña de Rusia, allí  perecieron cerca de 450.000 soldados, pues en su sentir, la guerra se hace con vidas humanas y el triunfo o la derrota se deducen por el número de cadáveres. Y pensar que la única responsable de sus errores fue su vanidad, en este caso, personificada en su aberrado amor ¡por  Maria Luisa!

Y como si todos estos errores fueran pocos, Napoleón, conmovido siempre por sus afectos, despreciando las experiencias pasadas, deja en manos de Marmont la defensa de Paris, 1814, error que lo llevó a aceptar su abdicación y su destierro; su protegido, años después se convierte en un fiel súbdito de Luis XVIII.

La disciplina militar no tiene excepciones, cubre a todos a quienes les obliga y si su severidad no se impone en los consejos de guerra, la decreta la fatalidad de los errores. El objeto que ella protege no es un interés jurídico, como lo hacen las normas ordinarias del derecho, la protección de la disciplina militar mira principalmente la seguridad de unos ejércitos en campaña y ya se sabe que la guerra se gana o se pierde por el número de cadáveres.

Los consejos de guerra son verbales y se agotan sin contemplaciones; no hay mayores discursos ni alegatos, la responsabilidad se deduce casi objetivamente, porque la guerra no perdona errores ni equivocaciones, pues las consecuencias de estas fallas las sufren las naciones enteras. Aquí prima el orden. El aparato militar no se llama así por el solo capricho, ni se les prohíbe a sus miembros deliberar por autoritarismo, simplemente es que debe funcionar como un reloj suizo.