Siempre he sido un convencido en que las instituciones educativas, y en particular los colegios, son por sobre todo ideas de sociedad: puestas en escena de la manera en que unas personas imaginaron cómo debían funcionar las instituciones, comportarse los individuos y actuar las autoridades ante situaciones, todas complejas, de las que se debe procurar siempre extraer oportunidades y construir bienestar; espacios físicos inspirados en que seres humanos motivados aspiren a despertarse todos los días a aprender más, a ayudarse más, a convivir mejor, a dialogar con disposición plena a sacar valor del disenso, y sobre todo, a entender en todo lo que hacen y lo que les pasa una posibilidad real para crecer, y una oportunidad única para trascender.
Ese planteamiento, impone a quienes ejercemos alguna labor de formación en los colegios unos deberes mínimos a los que no podemos renunciar: procurar actuar siempre con justicia, con apego a las normas y en búsqueda de la virtud; modelar un diálogo genuino y profundo que proscriba la arbitrariedad; y educar a generaciones de jóvenes en la necesidad de participar de manera proactiva para construir, todos los días, una sociedad democrática mejor. Ahí está el verdadero privilegio, y también el desafío, de educar: en disponer de todas las energías humanas para entregarle a la sociedad personas que, además de ser competentes, se desenvuelvan como ciudadanos íntegros, serviciales y coherentes.
Con la llegada de un nuevo gobierno a Colombia, y en medio de todas las complejas y retadoras coyunturas del país, creo que la responsabilidad primaria de todos los educadores debe ser refrendar nuestro compromiso con este encargo, y el de cumplirlo con un sentido claro de objetividad, que permita a todos los jóvenes desarrollar lo más preciado que promueve y protege la democracia: la construcción de la libertad.
En una generación como la actual es imposible descuidar la responsabilidad de formar personas que estén en capacidad de construir conocimiento, de crear, de innovar, de corregir, de idear; pero, siendo cierto lo anterior, un descuido imperdonable sería omitir nuestra responsabilidad prevalente de formar personas dispuestas a construir, servir y liderar desde el rol de ciudadanos que todos compartimos, con el que todos nacimos y que inevitablemente tenemos que ejercer.
Uno de los grandes educadores de todos los tiempos en nuestro país, Alfonso Casas Morales, decía con elocuencia a sus alumnos: “Las naciones valen, en cada período de su historia, lo que sus hombres de entonces; dadle a la vuestra, en vuestros ya próximos días, un siglo de oro”. La transmisión del poder gubernamental en el país, más allá de consideraciones políticas, debería ser para todos una coyuntura perfecta para celebrar la posibilidad de vivir en una democracia, y para los educadores en particular, de formar para la democracia. A quienes asumen el mando hoy (en palabras del Doctor Casas, los “hombres y mujeres de hoy”) les exigiremos que les den a nuestros alumnos el mejor ejemplo de servicio, y los acompañaremos también en que les puedan dar también, a ellos y a todos, un futuro de oro.
*Rector del Gimnasio Campestre