Ergo
Una de las cosas que le reconozco a este Gobierno es que no mira a Colombia con el monóculo de la ultraderecha; ha comprendido que las Farc no son nuestro único problema, y le ha trasladado a los ciudadanos esa visión de más amplio espectro; ergo -como diría mi hija- los ladrones de mancornas y Hermés que parecían intocables, están siendo juzgados, y los que se encuentran culpables reciben la sanción social y legal que merecen.
Los muertos anónimos, esos muertos cotidianos cuyos nombres pocos recuerdan, pero que llenaron de luto a sus familias o a sus parceros, ya ocupan la atención, la indignación o el clamor de justicia en la agenda de los colombianos: el adolescente quemado por los policías hace apenas una semana, y que falleció ayer en el hospital; el grafitero que cometió el delito de correr y cayó asesinado por el disparo de un agente, en agosto pasado; las 48 personas de la comunidad LGBT abusadas por la fuerza pública, y las 127 de la misma colectividad, asesinadas vaya a uno saber por quién, en los dos últimos años del gobierno anterior.
Siento que los colombianos estamos aprendiendo a no echarle tierra sucia a nuestros problemas, y somos capaces de hablar de ellos, y exigir. Muchos nos sentimos mejor de tener un Presidente de carne y hueso, que una peligrosa mezcla de doberman, monaguillo y dictador, tan idolatrado y tan feroz.
Los retrocesos de ocho años en salud pública, la impunidad protegida de los grandes desfalcadores y los ojos ciegos de los veedores y centinelas de los servicios públicos y de los bienes del Estado, ya están saliendo a la luz, y la ciudadanía se está pellizcando.
Así sea para hacer más evidente la indignidad, la arbitrariedad o la corrupción, es más ético y más adulto, salirse del “ojos que no ven, corazón que no siente”, y darle la cara a la verdad.
Vale la pena untarnos de realidad, y comprender que hay distintos tipos de violencia, y que ni la intimidación ni el crimen están concentrados en los milicianos de uno u otro ejército ilegal. La violencia de Colombia camina por sus calles en forma de sicario urbano, de ladronzuelo de carteras o de policía que coge a patadas a un indigente; la violencia se instala en nuestras cárceles con cien mil presos hacinados, en la sin vergüenza de los reos ausentes y en los delincuentes exiliados. Nuestra violencia empieza en el hambre de los niños que duermen en el piso; en la indiferencia; en el silencio de los inocentes; en lo que dejamos de construir, educar o sanar, quienes podríamos hacer mucho más de lo que hacemos. La violencia comienza en cada portazo que le damos a la solidaridad.
Ergo, al prófugo Señor de la Ternura, le respondo desde ya: si las propuestas que le atribuyen realmente son suyas y las declaraciones vienen de su puño y letra, señor, no cuente conmigo. Y lamento que la medicina hubiera perdido un buen psiquiatra, y el país hubiera ganado un político tan sombrío.