Utopías con aroma de café
EL 12 de febrero, Héctor Abad escribió en El Espectador una columna que tituló Palinuro, Palinuro.
Quienes no la han leído, no se desgasten pensando si se trata de una crónica sobre la provincia de Salerno, o la novela de Fernando del Paso.
Tampoco es, estrictamente, una columna sobre la librería más hermosa de Medellín; es -acto por acto- una oda a la amistad, al rescate de la vida, a lo que todavía pueden hacer el cariño, la solidaridad y la locura, cuando se juntan “a estas alturas de la muerte”.
Tuve la dicha de conocer Palinuro (éste del que habla el Escritor) un día no cualquiera, allá en la Carrera Córdoba con la Calle Perú en Medellín. El Maraquero me preparó un café hermoso, con aroma de resurrección, de alegría, de libro viejo y vida nueva. El Maraquero tiene una mirada transparente; una mirada que da la sensación de estar navegando sobre un mar infinito y sereno. Confieso y recomiendo: Palinuro hace almo-terapia, esa que no se da con facilidad, que no tiene precio, ni diván.
Sentarse allá y tomarse un café entre libros de castillos y miserias, de sueños y poetas, de peregrinos y misterios, es como salir a dar un paseo ingrávido y gentil -como diría Serrat- volando con suavidad, de estrella en estrella.
Estrictamente, no tengo nada que ver con la librería, pero aun cuando solo he estado allí una vez -esa inolvidable vez- sé que Palinuro no me es ajeno. Por eso mi Puerto y yo celebramos que sus dueños hayan tomado la decisión de no cerrarla. Así los números no den, y los clientes sean pocos, mantener abierto a Palinuro, es reconocer públicamente que la ilusión puede más que la realidad, y que entre cuidar el bolsillo o cuidar el espíritu, ellos -como socios fundadores de un sueño que desde hace nueve años tiene puerta, escaleras, libros y cafetera- decidieron que preferían la rentabilidad del alma, sobre el dictado de aquello que la gente llama la razón.
Miren, de verdad, no saben cuánto les agradezco esa decisión. Cada vez que alguien hace algo para recordarle a la humanidad que estar vivo es algo más que producir dinero, pagar el arriendo, llenar la alcancía, sufrir en el banco, sumar y restar deudas o réditos; cada vez que alguien le apuesta a la esperanza por encima de la prudencia, y no claudica aun cuando el mundo lo obligue; y prefiere un cuento de Borges que un extracto de banco; y duerme con las cortinas abiertas para no perderse la textura de la noche; cada vez que alguien me recuerda todo lo que se puede hacer -repito la frase porque me perece preciosa- “a estas alturas de la muerte”, me miro sin espejo, y no puedo hacer nada distinto que dar gracias por la vida, celebrar el aire que respiro y sentir las manos y la imaginación y las palabras, y abrir los ojos intensamente, porque no quiero perderme el mundo, sus matices y sus insomnios.
Palinurosigue abierto, para ventura de los sueños, de los amigos y de las utopías con aroma de café.