Es innegable el progreso de la humanidad, en todos los campos. El hombre ha demostrado ser tan inteligente que muchos despistados aún no creen la proeza de haber ido a la luna, acontecimiento que vi con mis propios ojos, solo, la noche del 20 de julio de 1969, en mi enorme casa paterna, cuando todos ya se habían ido a dormir; el milagro, gracias a un televisor en blanco y negro que solía congregarnos a mí y buena parte de mis 13 hermanos, pues los mayores habían montado toldo aparte, cuando la gente solía casarse antes cumplir los 20 (sin entender por qué, con lo buena que era la soltería). “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, alcancé a oír pronunciar a Neil Armstrong al descender del Módulo Lunar Apolo 11, nave cuyo cadáver -muy bien conservado- pude ver años después flotando en el Museo Nacional del Aire y el Espacio, en Washington D.C.
Pero no sólo el progreso espacial nos abruma. Cosas tan elementales como el cine, que llaman “séptimo arte” y como me habían dicho que ya era sonoro, incrédulo, para corroborarlo fui hace 12 años a ver una película titulada “El Artista”, con tan mala fortuna de que era muda -sólo música y baile- y quedé más frustrado que un surfista en Bolivia; y en días recientes, envalentonado, regresé al teatro para ver Indiana Jones y Misión Imposible, filmes que toca ver aferrados a un balde de crispetas para disimular los nervios, cuando a uno se le acaban las uñas y los cachetes, al transcurrir animado de tantas “mentiras reales”, los veteranos Harrison Ford y Tom Cruise apostando y haciendo cabriolas, cada uno por su lado, en carreras furiosas de caballos, carros y trenes, con buen reguero de balas de metralla perdidas, todo dentro de una pantalla gigante a color, sonido sensurround y movimiento alucinantes, que tienen la facultad de alejarlo a uno de la realidad por más de dos horas, casi lo que dura un discurso del presidente de nosotros un 20 de julio.
Yo ya tengo definida mi propia maravilla del mundo, antes de que me la quiten: el centro comercial -mi nuevo primer hogar- verdadera “ciudadela cultural” de donde no provoca salir, pues allí se encuentra de todo, y la metería dentro de los grandes prodigios (al lado de Chichén Itzá, en Yucatán, Coliseo de Roma, Cristo Redentor, Gran Muralla China, Machu Picchu, Taj Mahal… Petra, en Jordania, la única que conozco); porque, además, contiene “maravillas de estrato superior”, tangibles y baratas (sin tener que tomar avión) tipo cafetería, restaurante, librería, cine, y algo bien interesante: la posibilidad de “darle de comer al ojito” -como decían en mi tiempo- para el caso del género masculino -aún supérstite, gracias a Dios- al visualizar a hermosas niñas caminando como en pasarela; pero lo mejor de todo: allí, en ese espacio multidisciplinario y encantador, se puede percibir un valor exótico, que difícilmente puede encontrarse en la mísera calle colombiana de nuestros días: la seguridad.
El antepasado próximo del centro comercial es, quizás, el almacén de grandes superficies, como El Ley, donde solíamos ir a dar vuelta para mitigar el calor callejero con aire acondicionado incorporado, mirar allí cosas perfectamente ubicadas en sus estanterías y antojarse de algunas colaciones y elementales viandas, como empanada (lo que más se vende) o perro caliente con “pintadito”, o Kolkana. Pero esos almacenes de cadena no tenían ni baño para los clientes y tal fue mi admiración al “quitarme la batatilla montañera” y al poco de terminar mi bachillerato poder ir de intercambio por los lados de Sioux City, Iowa, siendo K. Mart mi sitio preferido, donde podía extasiarme viendo cosas, desde agujas hasta carros, con la certeza de que podía pasar allí el día entero, pues había hasta baños con agua caliente, en un invierno de antología.
Post-it. ¿Qué será de la vida de la primera dama de la nación, tan escasa estos días?