Tengo una gran conexión con los árboles. Me parecen criaturas maravillosas, ancladas en la tierra en profunda conexión desde sus raíces y elevadas hacia el cielo, conectadas también con el Cosmos. Sabemos por investigaciones recientes que los árboles conforman familias, que se comunican entre sí, que no compiten por la luz ni siquiera en la selva más espesa, sino que se abren espacio unos a otros para que a todos les llegue la luz y puedan hacer la fotosíntesis. Por donde voy y en las ciudades que visito tengo muchos hermanos árboles. Hablo con ellos, los abrazo, los limpio si les han puesto basura entre sus ramas, les agradezco, ¡y me contestan! Es una relación similar a la que muchas personas tienen con sus mascotas, de profundo amor, de cuidado, a través de interacciones poderosas, pues las mascotas comprenden lo que les decimos y también se hacen entender, muy claramente. En efecto, son familia. Lo mismo me ocurre con los árboles, son parte de mi vida.
Hace algunos años, en una experiencia espiritual profunda, me llegó la información sobre una cita muy importante en mi vida: con un árbol, en Petén, Guatemala. Fui a un mapa y me di cuenta de la inmensidad del territorio de ese departamento guatemalteco, más grande que Belice y El Salvador. Una selva que fue el hogar de la cultura maya clásica, profunda, virgen en una gran proporción. ¿Cuándo iría a Guatemala? ¿Cómo encontrar un árbol en particular? Las citas hay que cumplirlas y el día llegó. Fue el año pasado, en el marco de un evento académico internacional sobre educación para la paz, tema tan sensible en el país centroamericano -que cumplía veinte años tras los acuerdos de paz- como en Colombia, que rasguña dubitativamente el posconflicto. Llegué a Flores, la capital de Petén, una mañana cálida y lluviosa. Iniciaba un intenso fin de semana, con visitas a Tikal y Yaxhá, que además de su atractivo arqueológico implicaban para mí un encuentro.
Caminado entre la selva y los vestigios mayas, nos encontramos, a pleno mediodía. Sentí gran emoción cuando lo vi, una conexión con ese árbol en especial, en medio de millones. Lo abracé, sentí su vibración, le agradecí, le hablé y me dio su mensaje amoroso, que está presente en cada célula que me conforma. Lloré mientras lo abrazaba y no quería despegarme de él; quería prolongar eternamente esa paz infinita que sentí, la plenitud del contacto consciente con todo lo que me trascendía en ese momento. Todo llega, todo pasa y es preciso soltar las experiencias presentes para poder disfrutar las que vienen en cada minuto, de gozo o tristeza. Hace unos días fui a visitar a otro amigo árbol, pero ya no estaba. En su lugar había un nuevo andén de cemento y un espacio vacío, como el que siento por su ausencia. Ya no veré sus hermosas flores amarillas danzando con el viento, como tampoco escucharé los pájaros que en él vivían. También lloré. Todo llega, todo pasa.