Reinserción y paz
El problema de la guerrilla siempre es y ha sido muy preocupante. Los colombianos casi sin excepción la consideramos una lacra execrable. Es como un cáncer que supura, duele y huele terriblemente y que, al parecer, no tiene cura posible.
Desde sus orígenes nos ha atormentado y seguirá haciéndolo quién sabe hasta cuándo, pues es evidente que somete al país a un constante clima de incertidumbre, agravada por el hecho de que el Estado muy difícilmente podrá erradicarla en forma definitiva.
En los últimos años le ha propinado serias palizas, pero, aún así, persiste, lo que induce a creer que por la vía armada será imposible cualquier solución y que sólo queda la opción política de la negociación. Y esto no es raro. La historia ha demostrado que la paz no se logra a sangre y fuego sino dialogando de igual a igual, con respeto mutuo y libre exposición de razones y motivos.
Los guerreristas alucinados como Uribe y su combo están fuera de foco. Bombardeos y tierra arrasada son recursos de insensatos. Además, debe recordarse que los guerrilleros, pese a su violento descarrío, también son colombianos y hermanos y que cada gota de sangre nos empobrece y envilece por igual. Este doloroso y luengo conflicto debe terminar cuanto antes.
Y ahora, con un presidente como Santos, ha llegado, por fin, la esperada oportunidad. Santos, como bien sabemos, es un demócrata integral, bien intencionado y que piensa, ante todo, en la paz y el bienestar de la Nación. No se trata de un loco desmelenado, furibundo y echa balas sino de un estadista.
La guerrilla debe aprovechar la coyuntura para reintegrarse a la sociedad, cambiando las armas por un discurso político claro, coherente y verdaderamente nacionalista. El ejemplo del M-19 debe servirle de norte y ejemplo. Obtener el poder con las armas es absolutamente imposible. Una utopía. Un sueño. Una quimera. En cambio, haciendo política las cosas se les facilitarían muchísimo. Podrían crear su propio partido y elegir representantes a los cuerpos colegiados. Esto equivaldría a adecentar y limpiar su presencia y proyecto ideológicos.
Tanto para el país como para la cultura política, el caso de Antonio Navarro es emblemático, ejemplar y aleccionador. Imitando su ejemplo ganaríamos todos. Ojalá se arriesgaran algún día y pudiéramos ver a sus representantes en el Congreso, colaborando con sus ideas en la solución de los grandes y numerosos problemas nacionales. Nunca será tarde para que lo hagan. Basta ya de sangre. El país no sólo ha estado inundado de agua sino de sangre. Y la sangre moja el alma más que el agua. Piénsenlo, muchachos.