Hace pocos días tuve un diálogo franco con un amigo que dijo estar tan avergonzado de la Iglesia y de sus pastores frente a los últimos acontecimientos de pederastia y encubrimiento de abusos sexuales de menores, que había decidido desertar de ella. Le dije que esa no era la solución, ni menos esa era la Iglesia, que eran casos que había que condenar y erradicar -si bien aberrantes, quizás muchos- pero que eran solo una parte de una gran institución que estaba por encima de ellos.
La Ekklesía es, en su origen, la Asamblea del Pueblo de Israel, los convocados por Dios y ella es, en mi sentir, una copropiedad entre Dios y sus súbditos, que se erige como el gran templo viviente y más que un organigrama pétreo montado a punta de Papa, cardenales, obispos, curas y monjas, somos nosotros, los creyentes, las que la conformamos y en últimas somos los seres humanos, de carne y hueso, con nuestros pecados y nuestras virtudes, la que la desarrollamos, la que la “llenamos” a toda hora en todos los confines del universo.
En ese iluminado texto “Dios y el Mundo” (escaso, por cierto) que presenta un formidable diálogo entre el escritor Peter Seewald y el entonces Cardenal Ratzinger, confirmo mi opinión. Allí el ahora Papa Honorífico trae a colación la anécdota de aquel judío medieval que viajó a Roma y se hizo católico y al regresar un amigo le espetó: ¿“Pero cómo te hiciste católico, no te diste cuenta de todo lo que está pasando allí? Y el hombre le respondió: “Precisamente, por eso, porque si la Iglesia sigue existiendo a pasar de todo, verdaderamente tiene que haber alguien que la sustente”. Y ello vale hoy más que nunca, cuando arrecia la pederastia.
Pero Ratzinger va más allá: “Mientras (la Iglesia) siga existiendo todavía, mientras produzca grandes mártires y grandes creyentes, personas que ofrecen su vida como misioneros, como enfermeros, como educadores, demuestra de verdad que hay alguien que la sustenta”. Y a ello tenemos que apostarle los cerca de 1.300 millones de católicos (un 18% de la población mundial) y es responsabilidad de tantos colombianos, sobre todo de quienes nos educamos en colegios y universidades católicas, como el Salesiano de San Juan Bosco y la Pontificia Universidad Javeriana, quienes tenemos el deber moral de defender ese gran patrimonio compartido con Dios y denunciar los oprobios de los que tengamos noticia, y cargar sobre nuestros hombros el peso de esa pavorosa cruz de la Inquisición, más la corona de espinas de la pederastia, que a todos nos espantará por los siglos de los siglos. Ahora, tenemos que rodear al actual sucesor de Pedro en su tarea por purificar nuestra Ecclesia.
Post-it. Debemos los creyentes elevar en estos días nuestras oraciones por Andrés Felipe Arias, quien ha sido injusta y drásticamente condenado a 17 años de prisión, como cualquier asesino (después de sumarle unas chuzadas contra la Corte) y quien pasa angustias en una prisión de Estados Unidos mientras las autoridades de allá deciden si extraditarlo o no, y mientras las de acá no saben qué hacer. Que Dios las ilumine para que termine algún día su viacrucis. Me, Uribitoo.