La tecnología se aprovechó de las fallas del mercado. El gobierno del cambio se estrelló contra el caos, porque su vehículo de información es el teléfono roto vía Twitter, y, por defecto, la realidad sigue sometida ante las “parálisis por conflictos de intereses”. De hecho, los ciudadanos violamos normas o nos quejamos por casi todo, y prácticamente nadie quiere ceder algo ante eventuales iniciativas para redistribuir el bienestar, o mejorar el bien común.
Respecto a la movilidad, Santos y Vargas Lleras esquivaron la cura de las apps mientras la enfermedad era incipiente, y Duque acentuó su incompetencia. Pero no todo puede concertarse; es necesario gestionar el disenso y asumir costos políticos, o seguiremos secuestrados por cada pataleta, por ejemplo, de los camioneros cuando se habla de “chatarrizar”.
Presuntos expertos exigen una “regulación moderna e inteligente”, pero ninguno detalla propuestas concretas. Al final, la raíz nietzscheana Uber y sus derivaciones nominalizadas heredaron el antónimo de lo que pretendían significar; la supremacía abusa de los “socios” -subempleados-, usuarios -acosados- y clientes -tarifas oscilantes o arbitrarias-.
Esos modelos de negocio nunca evolucionaron para minimizar la congestión ni las emisiones. Sus sistemas de recomendación tampoco corrigieron los sesgos, ni se optimizaron para que muchas personas en condiciones de pobreza pagaran lo que pudieran.
Igual, es necesario nivelar las exigencias operacionales para todas las partes. También eliminar las absurdas restricciones que configuran barreras y mafias, como los “cupos”. Además, debe haber autoridad pues según su conveniencia cada cual elige un bando o una jurisdicción, para desafiar a competidores desleales o gobiernos de turno.
Legalizando la informalidad, ocuparse en apps es un oficio o emprendimiento de “supervivencia”, tal como el de los vendedores deambulantes en Transmilenio. Hay problemas estructurales que siguen pasando bajo el radar; el mercado laboral sigue estando varado, y la seguridad social universal deben intervenirse sin paliativos.
Del “Rappi” no queda sino el cansancio. A propósito, esos vehículos parecen “Mototaxis hechizos”: otra insurrección a la que nunca le pusieron freno los alcaldes Peñalosa ni Claudia. Las motos violan todo tipo de normas, igual que las privilegiadas patinetas y bicis eléctricas, aunque en las ciclovías sólo debería haber tránsito impulsado por tracción humana. Y nadie interviene esa tensa calma, porque los malcriados colombianos de cualquier segmento iniciarían un berrinche, que acabaría destruyendo bienes públicos y afectando a la mayoría.
La controversia seguirá con el desmonte radical de los subsidios a los combustibles, los impuestos a las apps y su formalización laboral. Ya nos habíamos acostumbrado a que las calles estuvieran obstaculizadas y contaminadas de ruido por promotores de ETB -Claro o Tigo-, vendedores de Quala y camiones de D1 (Coca-Cola o Bavaria), entre otras marcas, que parquean a cualquier hora y en vías principales, para descargar productos.
Hacen falta más jornadas sin vehículos con motor, incluidos los eléctricos. La reforma laboral podría incluir un día a la semana de trabajo, capacitación o bienestar, desde casa.