Poco importa si nació en el seno de una familia pudiente de ganaderos, o comerciantes.
Lo importante es que no tuvo que pasarse la vida haciéndole la venia a un burócrata para que le asegurara un cargo público.
Por el contrario, Jill Biden ha sido todo el tiempo una estudiosa, una experta.
Autoridad, por supuesto. Autoridad en educación, en su disciplina, en la enseñanza, en las cuestiones académicas y científicas.
Por eso seguirá dando clases, por eso no abandonará nunca su condición de profesora, la más alta dignidad y condición de un ser humano.
Como es apenas natural, su éxito le ha generado severas enemistades entre sus colegas, algunos de ellos extremistas ideológicos que se carcomen a sí mismos ante el brillo y la hidalguía de la nueva primera dama.
Y no se trata de una actitud reciente, de jubilada comprometida con la difícil realidad social.
Así ha sido siempre y, a pesar de sus adversarios dentro y fuera del claustro virginiano, ella nunca dejó de dar sus clases cuando su esposo ocupó la Vicepresidencia, desde el 2008 hasta el 2016.
Coraje, entereza, dedicación y, sobre todo, sapiencia y desdén hacia quienes la criticaban y la perseguían con falsedades y odio acumulado.
A diferencia de las esposas de figurín, o de postín -con maridos del mismo talante-, Jill sabe que tiene dos empleos: uno, dentro de la Casa Blanca; pero el otro, el verdaderamente importante, en el Northern Virginia Community College.
NVCC, la escuela que no la traicionó nunca, que no practicó con ella la “política intramural”, aquella que conduce a cualquier institución educativa al progresivo e insoslayable fracaso.
Obviamente, no han faltado los que desde adentro y/o desde afuera del colegio han tratado de desacreditarla; infructuosamente, claro está.
Columnistas de uno u otro pelambre le pedían en diciembre que dejara de mostrar sus laureles porque así estaba manipulando y agregándole valor a su función política como primera dama.
Otros le decían que solo quería pasar a la historia al ser la única en combinar ambas funciones.
Pero ante la andanada mediática, ella siempre permaneció imperturbable.
Al fin y al cabo, cuando ella se comprometió con Joe Biden, sabía lo que hacía.
Por una parte, estaba segura de que, para ambos, la educación no era un empleo pasajero sino una verdadera vocación, un sacerdocio, una forma de completar la obra del Señor.
Y, por otra, era la mejor forma de asegurarse que a lo largo de la vida pública como pareja, su esposo, el que alguna vez sería presidente de la Unión, seguiría siendo un hombre decente, decidido, que jamás traicionaría a uno de los suyos.
O sea, que es en la unidad familiar, en el compromiso institucional y, sobre todo, en la enaltecedora labor educadora, como se puede entender la sanación del tejido social.
Ella, desde su misión pedagógica en el salón de la escuela. Él, desde su misión pedagógica en el salón oval de la Casa Blanca.