Entre los múltiples balances que resulta posible realizar de la Constitución de 1991, a los treinta años de su expedición, tal vez el más evidente se derive de la apropiación que de ella se ha dado por la ciudadanía.
A pesar, o paradójicamente, en razón también de la multitud de reformas que se le han introducido en estos cortos años, el tema de la vigencia y de la importancia de la normatividad constitucional ocupa buena parte de los discusiones que nutren las conversaciones de los colombianos, mucho más allá del círculo de juristas, politólogos o de profesionales responsables de los asuntos públicos.
No hay prácticamente tema en el que no termine invocándose una norma constitucional o una sentencia referida a ella. De todas las orillas ideológicas el argumento de esa índole surge, y es a la tutela casi siempre a la que se acude; con lo que aún sus críticos más pertinaces encuentran en sus preceptos respuesta e instrumento.
Independientemente de sus imperfecciones de origen o resultado de desajustes surgidos del trasegar político e institucional, sus disposiciones continúan siendo percibidas como punto de partida, presupuesto, promesa o deuda pendiente.
No se trata simplemente de un apego, así sea formal, a la juridicidad, ni de fetichismo normativo; sino más bien de la esperanza que despiertan sus principios y de la incidencia de sus textos en la vida y en el destino de las personas. Es una Constitución viva, que merece ser reconocida en sus logros y defendida frente a quienes los aborrecen y encontrarán siempre excusa en los inevitables déficits de eficacia de su texto para volver atrás.
La agenda por cumplir es en efecto enorme, y a lo que llama es a renovar esfuerzos para realizar plenamente los objetivos de participación, solidaridad, pluralismo, igualdad real y efectiva, dignidad humana y paz, que este pacto persigue.
Renovar la confianza en las instituciones en la actual coyuntura implica por tanto asumir en serio la carta de derechos y deberes, el equilibrio de poderes, el respeto de la autonomía de los jueces, la no instrumentalización de los controles, la valoración de la diversidad étnica y cultural, la función social de la propiedad y de la empresa, la conciencia ecológica, el acceso por mérito a los cargos públicos, el Estado laico, la igualdad de género, el reconocimiento real de la autonomía territorial y de las realidades que se viven en cada región del país. Es decir, cumplir la Constitución, y no intentar desconocerla o sustituirla, como algunos pretenden, para enfrascarnos en debates retóricos que a lo que pueden llevar es a volver al pasado o a facilitar el salto al vacío que implica el populismo en el que naufraguen las libertades y los avances alcanzados.
@wzcsg