El sudeste asiático parece ser tierra esquiva a la democracia. Así lo muestra el termómetro del Índice Global de Democracia 2020: Myanmar, Laos, Vietnam y Camboya califican como regímenes autoritarios; Singapur y Tailandia como democracias defectuosas; y Hong Kong como régimen híbrido. Los hechos no hacen más que confirmar esa medición.
En Hong Kong, la presión china está devorando a toda velocidad lo que aún queda (ba) de democracia en el enclave. En Tailandia se suceden desde el año pasado las protestas ciudadanas y la represión militar, mientras el rey -convidado de piedra- ve desmoronarse el tabú que lo sacralizaba. En Vietnam, el líder comunista, Nguyen Phu Trong, se ha asegurado un tercer mandato -en contravía de las reglas mismas del partido- y sólo el desempeño económico se compara en magnitud con la intensidad de la opresión política. Y en Myanmar, casi al tiempo que el Índice se divulgaba, se ha producido un golpe de Estado.
Está bien llamarlo así. Declaración del estado de emergencia; toma del gobierno por el mando militar; desconocimiento del Parlamento que justo ese día debía instalarse; arresto del presidente Win Myint y de Aung San Suu Kyi (líder de facto, e imagen viva de las promesas y peligros de las figuras de su tipo en la historia de las naciones), y de otras figuras de su partido, devenido otra vez en oposición -a pesar de su aplastante triunfo en las urnas en noviembre pasado- El paso a paso, la receta tradicional, el ejemplo de los libros de texto y los manuales de los golpes de Estado.
Pero también es engañoso, y, hasta cierto punto, una simplificación. En Myanmar nunca hubo realmente una transición democrática. Suu Kyi fue liberada; su organización política legalizada y habilitada para participar en elecciones, y éstas, celebradas; ella misma fue investida como “consejera de Estado” (un eufemismo para decir tanto de su poder como de su precaria situación). Pero los militares siguieron estando ahí: con una cuarta parte de los escaños del Parlamento por derecho propio; con el control de los ministerios de defensa, de fronteras, y de seguridad interior; como centros de gravedad del poder. Y ahí siguieron también, por designio suyo, las violaciones de derechos humanos, la represión de la prensa, y, lo más ominoso de todo, la campaña de limpieza étnica contra los rohingya, que la señora Suu Kyi, premio Nobel de paz y “embajadora de conciencia” de Amnistía Internacional, no dudó en defender, sin pronunciar siquiera el nombre de las víctimas, ante la Corte Internacional de Justicia. (Valga la pena decirlo: Amnistía Internacional le retiró aquella distinción, abiertamente incompatible con su connivencia con el genocidio).
Así pasa cuando se pacta con el diablo. Alguien dirá que ese era el único camino, y que había que recorrerlo, porque siempre es mejor algo que nada. Lecciones de la historia, en todo caso, que, aunque ajenas, no deberían desconocer los luchadores de la democracia en otras tierras.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales