Hay algo que reside muy en nuestro interior y que va mucho más allá de las fronteras que trazamos con las religiones, de las separaciones imaginarias que fomentamos con las etiquetas o de las negaciones que hacemos de los otros porque piensan o sienten diferente. Ese algo es una chispa de la Divinidad, un fragmento diminuto y a la vez poderoso que nos conecta con todos y con ese Todo, en mayúscula, que es la creación. Esa chispa divina actúa en Todo y en todos, por encima de nuestras creencias y rótulos. La podemos ver en la bondad de las personas cuando sonríen a un desconocido o cuando comparten un trozo de lo que están comiendo; también la vemos en las personas de ciencia que construyen sus saberes y los esparcen por el mundo; en quien enseña con amor y en quien está en la disposición de aprender; en quienes se expresan a través de las artes, en quienes reflejan su luz.
Ah, pero no hay luces sin sus sombras, a pesar de nuestro deseo generalizado de gozar siempre de lo luminoso. Y no es que esa chispa divina se apague o disminuya su intensidad cuando atravesamos momentos difíciles y la vida nos plantea retos inusuales, sino que es preciso que tengamos todo tipo de experiencias para aprender y ampliar la consciencia, desde esas que en nuestra dicotomía ancestral calificamos como buenas y maravillosas hasta las que tildamos como terribles o injustas. Durante el día nos nutrimos de la energía del Sol y necesitamos la noche para hacer múltiples procesos metabólicos; los dos momentos son vitales, imprescindibles, el primero con luz y el segundo con sombra; en los dos está la presencia de la Divinidad, la reconozcamos o no. De igual manera ocurre en nuestras etapas dolorosas y sombrías, esas que hemos creado nosotros mismos aunque nos sea más cómodo inculpar por ellas a otros o a las circunstancias.
Siempre es buen momento para que nos re-conectemos con esa chispa divina, no solo agradeciendo por lo “bueno” y pidiendo que cese lo “malo”, sino reconociendo que esa Divinidad nos permite la posibilidad diaria de co-crear nuestra existencia. En últimas, lo que se exalta en todas las tradiciones sagradas de sabiduría es la presencia del amor, ese que buscamos sin importar si nos rotulamos como cristianos, budistas, ateos o agnósticos. Ese amor es la fuerza de la Divinidad en nuestras vidas, fuerza que aunque la podamos negar desde el pensamiento sigue presente en los latidos del corazón, la danza celeste de las estrellas, los procesos de nacimiento y muerte, el olor de las flores cuando están en su esplendor y cuando están ya marchitas. La Divinidad habita en nosotros todo el tiempo. Nos rodea, nos protege y nos contiene.