Nada importante sucede en el mundo sin que deje de sacudir en algún sentido, a la vía principal de una gran ciudad. En la vía principal de la moderna metrópoli encontramos la entrada forzosa al riñón tentacular del centro populoso. En los cinco o más kilómetros de esta vía encontramos sectores bulliciosos, de diversión irresistible, que enloquecen la sangre y hacen galopar los sentidos. Abundan los bares con sus luces incitadoras, cautivantes atracciones para todos los gustos, almacenes con mil anuncios, hoteles, casinos, restaurantes, clínicas, panaderías, restaurantes, tiendas, cafetines y casas para el placer aptas para adultos.
Hablar de la vía principal de la capital contemporánea es hablar de la “megapolis”, es decir, de lo que se desborda o lo gigantesco. El transporte en la “megapolis” es un “caos”. No siempre existe comunicación amable entre sus habitantes, somos islas flotantes, sin vasos comunicantes.
Aquello de que una ciudad es “una agrupación de familias” no es verdad. Nadie es amigo de nadie, proliferan los gestos agrios, el mal humor, los gracejos injuriosos, la insolencia de unos y otros. La amabilidad, que es un sedante, ha desaparecido. No se ve el caso de que una persona ceda el turno a otra, bien sea niño, anciano o mujer. Es la física barbarie que nos retrotrae a la época cavernaria. No importa la construcción de edificios de varios pisos a los espléndidos puentes levantadas que a veces contribuyen a la congestión desesperante. La conclusión es que el sentido humano de la sana convivencia brilla por su ausencia.
Hoy las ciudades crecen desordenadamente, sin planificación, sin orientación, donde lo gris, el ruido, los pitos que ensordecen, los camiones, los carros, las tractomulas destruyen el silencio, la paz y la armonía. Todo exaspera y conduce al histerismo. No se cuenta con nada, ni siquiera con la seguridad de nuestras vidas.
La nueva metrópoli es una ciudad sin rostro o mejor una ciudad de mil caras. Con la indolencia que nos corroe, los negocios sucios, grandes, pequeños, mínimos, la moral pisoteada, prevalece el “sálvese el que pueda”. Una capital sacudida y perturbada por tantos males, se vuelve odiosa para vivir en ella. Las megalópolis son monstruos desatados, difíciles de enderezar y corregir.
La ciudad que anhelamos no pasa de ser un sueño irrealizable, pues cada día es más grandes o casi inabarcable es el drama. Y es problema de todos. No solo de la autoridad.
Mi vecino, mi semejante, el de más allá y yo mismo, poco hacemos para erradicar el mal que nos avasalla.
¿Cuándo vamos a emprender una campaña para salir del fondo del abismo? Recordemos la tragedia comentada por un escritor inglés. Un día se llevaron preso a un comerciante y a mí no me importó. Otro día se llevaron presa a una comerciante y a mí no me importó. Otro día detuvieron a un colega y yo seguía indiferente. Después apresaron al sacerdote y tampoco me importó. Al final me pusieron preso a mí y ya era demasiado tarde para reaccionar.
¿Se acabaron las juntas cívicas? ¿Y las organizaciones de acción comunal? ¿Y los frentes de solidaridad ciudadana, por qué no operan?