Yo amo las bibliotecas, respeto el silencio que se respira en estos recintos admirables. Nobles retiros que tanto enriquecen el alma. ¿Qué sería del intelectual, en esta terrible pandemia, en que sufrimos la casa por cárcel, sin la compañía maravillosa del libro? En una biblioteca, el silencio es elocuente, los muertos hablan, motivan, enseñan, orientan, iluminan.
Cuatro libros sacudieron y transformaron al mundo: La Biblia, libro de libros, escrito por inspiración divina. El Corán de Mahoma, El contrato social de Rousseau y El capital de Carlos Marx. Una biblioteca me estremece, lo mismo que esos monumentos a los héroes bañados de silencio, de rocío y de emoción. El amor a los libros viejos, de amarillentos lomos. Como soy un poco bibliófilo receptor de todos los gustos y todas las horas, admiro también el libro recién editado, el libro madrugador, de flamantes tesis y provocativos temas, que huelen a tinta fresca, que sabe a pan oloroso salido del horno, que trae un ardor de esencias novedosas.
En la T.V., la radio, revistas y periódicos se están ocupando de una enorme variedad de libros, para goce y felicidad de tanta gente arrinconada por la pandemia. La Academia Colombiana de Jurisprudencia, dinámicamente presidida por Augusto Trujillo Muñoz -es eficiente secretario José Celestino Hernández Rueda y dirige la Revista la catedrática y Académica Liliana Estupiñán Achuri– patrocinó y puso en circulación un sustancioso libro testimonial del exmagistrado de la Corte y tratadista Jorge Enrique Valencia. Son 470 páginas que se leen como si fuera una novela. Es el volúmen II. El contenido es variadísimo, abundan conceptos y artículos luminosos de Holmes Trujillo, Silvio Villegas, Isaías Hernán Ibarra, Londoño y Londoño, Jorge Eliécer Gaitán, Gustavo Gómez Velásquez, Camacho Carreño, Ramírez Moreno, Cesáreo Rocha Ochoa.
Desde siempre he admirado la impactante prosa de Augusto Trujillo Muñoz. En el primer volúmen escribió un prólogo no fácil de superar. Veamos un párrafo: “No sé decir si Jorge Enrique Valencia es un obstinado o un heterodoxo; un cismático o un iconoclasta. O simplemente un hombre que se detuvo en su juventud, a mirar el futuro, y decidió que iba a construir su camino al andar. Si es esto último, tampoco sé si éllo sea una virtud o un defecto, en un mundo tan pragmático como el actual. Pero tengo claro que es una figura esencial de su generación…”
Álvaro Barrero Buitrago en un artículo ensayístico, -prólogo del libro que comento-, expresó: “La palabra prólogo viene del griego prólogos, de pro, que significa antes y logos, discurso, obra o tratado”. Cesáreo Rocha anota: “El trabajo del magistrado Jorge Enrique es pormenorizado y loable… Pondera y hace reconocimientos…”.
Son varios los compañeros académicos que se esmeran por elaborar una bella prosa. Augusto Trujillo, Cesáreo Rocha y Jorge Enrique Valencia para mencionar unos pocos, sacrifican un mundo por hacer una bella frase. El Maestro Guillermo Valencia repetía: “Un buen soneto debe tener ancha cabeza como el jaguar asiático y resonante cola”. La prosa de estos amigos es cosa viva y vibrante. Escriben para expresar aquellos relámpagos, aquellas intuiciones, aquellas angustias que les atraviesa las mentes. Yo prefiero los libros que hablan como un hombre, -es el caso de Jorge Enrique- a los hombres que hablan como libros.