¿Se acabaron los colosos y los gigantes de la política colombiana? Dónde están los Rafael Uribe Uribe, los Miguel Antonio Caro o esos titanes de la elocuencia como Laureano Gómez, quien en1944 en el Senado le gritó al Dr. José Gómez Pinzón cuando se posesionó como ministro de Obras Públicas: “Agitó el parlamentario en el aire con las manos rojas por la ira, los ojos alterados por la rabia, la voz mitad clarín, mitad rugido: Ud. tiene estos contratos tramposos contra el Estado, Ud. es un funcionario indigno y no puede pisar el templo sagrado de las leyes… salga de aquí”. El presidente de la Corporación, gran estratega, en el acto levantó la sesión y evitó consecuencias impredecibles.
Un escritor afirmó: “Una mujer hermosa sin virtud, es como un político sin moral: un elemento más de prostitución”. Para este mar de corrupción en que vivimos hace falta la garganta chasqueante como un látigo que caiga a semejanza de la guillotina y que destruya la deshonestidad. En mi libro “Decadencia de los colombianos” expresó: “Si ponemos presos a todos los corruptos, ¿quiénes nos van a gobernar?”.
En la política colombiana tenemos trapecistas, malabaristas, payasos, equilibristas, reptiles, zorros, elefantes blancos, pavos reales, loros. También tenemos los que se caen para arriba y los que hacen el salto al vacío sin la malla de protección. No faltan los enhiestos, los enanos, los que insultan y los que adulan.
En el campo moral algunos inescrupulosos comentan: “el político como el microbio come de todo y no le pasa nada. Lo que no mata fortalece. Con el rey oro se abren cárceles, se sobornan funcionarios, se escala las alturas”. Con frialdad se recuerda a Maquiavelo: “El fin justifica los medios”. En el capitolio, al que convence con argumentos contundentes, se le contesta, su discurso me hizo cambiar “de opinión, pero no de votos”.
Como el Ejecutivo convirtió al parlamento en una jerarquía secundaria, en las cámaras cambiaron los “escritorios por reclinatorios”.
Los “veletas” se defienden explicando que los que cambian no son las “veletas” sino los vientos que soplan.
El populista sabe que la demagogia es pan de hoy y hambre de mañana, pero se hace el distraído. Da a entender que se esfuerza por los demás, cuando todos sus empeños son para su beneficio personal.
Lo más trágico de todo es constatar que los políticos corrompieron al pueblo, o sea al constituyente primario, supuesta fuente del poder en la democracia. Se oyen cotidianamente expresiones bárbaras como la de que “robar al Estado no es delito”. Robe al gobierno, no me robe a mí.
La inmoralidad transformó el debate electoral en un insólito mercado persa. El dinero compra y vende conciencias, los silencios, las mujeres, la gloria, el placer. Con dinero se contrata al sicario, se santifica el crimen. El político prepotente hace y deshace figuras, famas, prestigios. Para el que carece de ética todo se puede con el dinero. El dinero es la llave de toda posesión. Excita el deseo, lo transforma en necesidad.
El dinero provoca la envidia, el orgullo, la soberbia, el machismo, la avaricia, el desprecio, la voluntad de poder, el egoísmo; Juan Montalvo repetía: “Señor, dadme pero no me deis demasiado pues la abundancia daña el corazón y el cerebro del ser humano”.
Cuando el Obispo de Popayán le preguntó a Tomás Cipriano de Mosquera, agonizante, si perdonaba a sus enemigos, se paró como un resorte y dijo: “No tengo enemigos, a todos los mandé a asesinar”.