Los tratadistas hablan del Poder Constituyente y distinguen entre el primario u originario y el secundario o derivado. El primero, que en una democracia reside en el pueblo, consiste en la potestad de fundación o establecimiento de la Constitución. El segundo, confiado a uno o a varios órganos constituidos, consiste en la atribución de introducir reformas o modificaciones a la Constitución, para ir ajustando su preceptiva a los cambios que, con el paso del tiempo, se generan en el interior de la sociedad, tanto en el orden político como en el social, económico o cultural.
Quien esto escribe ha preferido reservar el concepto de Poder Constituyente para el acto de creación o formulación originaria de la Constitución, precisamente por cuanto el pueblo, en ejercicio de la soberanía, goza de plena independencia y, por tanto, no tiene límites materiales o de contenido, al consagrar las normas fundamentales. El poder derivado, que se recibe del Constituyente, tiene los límites formales y sustanciales que la respectiva Constitución establezca. Se trata, entonces, de una facultad o competencia, y no de un poder autónomo o indeterminado que pudiera cambiar elementos esenciales de aquélla, sustituirla o derogarla. En tal sentido, preferimos hablar del poder de reforma, no de un constituyente secundario.
Ahora bien, una Constitución no puede quedar congelada indefinidamente, con un cierto texto inmodificable, porque, dada la dinámica de los acontecimientos, su absoluta rigidez puede conducir a su revaluación, exigida por la misma sociedad. De allí que la posibilidad de contemplar reformas, sin estar convocando siempre a la ciudadanía para cualquier ajuste, sea indispensable. De allí que normalmente esa competencia se confíe a los órganos representativos, como lo son los parlamentos, congresos o asambleas legislativas.
Pero es claro que, como lo hemos venido sosteniendo, la tendencia a modificar la Constitución sin que ello sea necesario, sino por motivos puramente coyunturales o con objetivos políticos de corto plazo -como lo ha hecho nuestro Congreso-, es inconveniente y negativa, en cuanto la debilita y la hace inestable y muchas veces -cuando las enmiendas no se estudian, sino que se improvisan- conduce a incoherencias y a contradicciones. Ya vamos en sesenta reformas a la Carta de 1991.
Escribió el jurista alemán Karl Loewenstein que, aunque las reformas constitucionales son imprescindibles como adaptaciones de la dinámica constitucional a las condiciones sociales en constante cambio, no deben ser introducidas por razones oportunistas, en cuanto, si así se hace, desvalorizan el sentimiento constitucional.
Así, por ejemplo, frente a una disposición tan bien concebida como la del artículo 49 de la Constitución, a cuyo tenor “el porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica”, modificar su texto para legalizar la marihuana, solamente porque algunos congresistas se enorgullecen de su propia adicción, es algo que la sociedad colombiana no entiende. Se rompe la estructura constitucional, se afecta a las familias y se pone en mayor peligro la salud y la seguridad de la comunidad. Además, es el primer paso para la legalización de sustancias como la cocaína, la heroína y el fentanilo, sin ninguna necesidad y con graves consecuencias.
El poder de reforma se debe ejercer responsablemente.