Me ha impresionado el relato del corresponsal de El País en Pekin cuando describe el sincronizado pase de páginas del discurso de Xi Jinping, a medida que lo iba declamando ante los 2.300 delegados (delegadas, ni una, salvo error u omisión del comentarista) del XX congreso del Partido Comunista Chino.
El religioso silencio del Gran Salón del Pueblo merecía ese sonido "leve y armonioso", como el musitado rezo colectivo en una catedral. El oficiante era el gran dictador del gigante asiático, cada vez más mimetizado con el que fuera Gran Timonel de China, Mao Tse Tung, fundador de la dictadura del proletariado esclavizado por el Estado. Así degeneró la Larga Marcha (años treinta del siglo pasado).
Lo que cuenta el colega, Guillermo Abril, es escalofriante como metáfora de la sumisión del individuo al poder del Estado, que tiene sus antecedentes históricos en los grandes teólogos del fascismo como Giovanni Gentile en Italia o Ramiro Ledesma Ramos en España. Lo malo es su encaje en las aproximaciones teóricas de los analistas que, de un tiempo a esta parte, nos vienen avisando del irresistible ascenso de los regímenes autoritarios, en paralelo a la recesión de las democracias liberales.
El propio Xi Jinping, ya en su tercer mandato quinquenal como secretario general del PC chino, previa reforma de la Constitución nos da una pista cuando pregona la necesidad de ofrecer al mundo una alternativa al pensamiento, la cultura, las instituciones y los regímenes políticos de Occidente. Habla sobre la necesidad de crear "un nuevo tipo de relaciones internacionales", aunque a nadie se le oculta que pretende tumbar la supremacía occidental del bloque EE.UU-UE.
Nos podemos echar a temblar si tenemos en cuenta que esa doctrina no difiere sustancialmente de la de su aliado ruso, Vladimir Putin, cuyo desafío a la Unión Europea cursa se concreta en los misiles que lanza sobre la población civil de Ucrania. Los sensores del peligro que se cierne sobre la cultura de las tres colinas (Democracia, Derecho y Humanismo) se han disparado en Ucrania y en cualquier momento pueden dispararse en Taiwan, cuando el autócrata chino habla de la "reunificación de la patria". Un objetivo de los próximos cinco años, ha dicho. Pacíficamente o, si hace falta, por la fuerza de las armas. O sea, por las buenas o por las malas. Y ya enseñó los dientes con las consabidas maniobras militares de respuesta a la visita a Taiwan de la presidenta de la Cámara de Representantes de los EE.UU., Nancy Pelosi, el pasado mes de agosto.
Después de lo visto en la guerra de Putin, está claro que esto no suena igual que cuando el ministro Marlaska dice que Ceuta y Melilla son tan españolas como Segovia o Murcia. ¿Verdad que no?