En esta cultura orientada predominantemente hacia el éxito en los resultados, solemos pasar por alto los procesos. Una de las características de las sociedades líquidas es el culto a la inmediatez, con la tendencia a sobrevalorar aquello que ocurre ya y a desdeñar lo que demora. Es la “exitositis” a como dé lugar. Sin embargo, esta noción de éxito express presenta una trampa fundamental: no darle tiempo al tiempo. Y resulta que los procesos constituyen la base que permite que se den los aprendizajes, las reflexiones. ¿Qué pasa, entonces, cuando no se dan los resultados ya, cuando no somos “exitosos”? Que llega la frustración, esa que no tolera el niño acostumbrado desde pequeño a conseguir todo ya -mediante las pataletas-, esa que no se aprende sino en los estrellones contra el piso y cada levantada.
Así como aceptar la realidad cuando coincide con nuestros deseos es bastante sencillo, nos cuesta mucho trabajo aceptar lo que hay cuando ello no está de acuerdo con nuestros deseos, nuestras expectativas. La liquidez de la cultura nos ha hecho poco flexibles para asumir la realidad, la vida tal como es, y la expectativa es pues el camino más rápido para la frustración. El deber ser que impera ahora es el rápido, eficaz y efectivo, lo cual aplica para muchos procesos, pero no para todos, pues cada situación en la vida tiene sus propios ritmos. Hemos perdido la capacidad de leerlos, así como de comprender que los resultados requieren procesos, que la complejidad de la existencia es tal que simplificarla siempre en una línea de tiempo inmediato es insensato. Hay cosas que podemos hacer que sucedan ya y bien, hay situaciones que no. Cada persona tiene sus tiempos propios, en otras palabras su vida. Y cada vida tiene sus momentos.
Necesitamos como humanidad aprender a aceptar lo que hay, en particular cuando no nos gusta. La aceptación es un ejercicio clave para la transformación. No se trata de resignarse ante los resultados adversos; se trata de reconocer que en ellos hay posibilidades de ver múltiples aristas que aún no hemos tenido en cuenta, de flexibilizar la mirada, la intención, la acción. La vida no solo se trata de usar nuestras múltiples inteligencias, en forma coordinada. Se trata de acumular sabiduría, esa que solo llega con la lectura sopesada de la vida, con la reflexión profunda, con la gratitud con los éxitos y también con los fracasos. Cuando lo que hay no nos gusta, nos corresponde encontrar el sentido ahí encerrado. Y fluir.