Conocí a Luis Fernando Montoya Correa hace muchos años en Pereira, gracias a mi amistad con su hermano, Enrique, reconocido profesor del Colombo Americano, quien fuera integrante incondicional de nuestra barra de pachanga en tiempos estelares de la querendona, trasnochadora y morena. De la unión entre Enrique y Lucila nacieron 11 hermanos, de los cuales sobreviven 5 hombres y dos mujeres; desde los 12 años, Luis Fernando mostró interés por la actuación - único caso en su familia- y se inició en la escuela de teatro de Antonieta Mercury, en asocio con la Universidad Tecnológica de Pereira y contando siempre con la complicidad de sus padres, quienes le vieron su talento natural para las tablas. Terminó sus estudios en el Teatro Popular de Bogotá.
Luego se convirtió en uno de los grandes actores de Colombia. Cuando entrevisté a Hugo Pérez, otro actorazo, a la postre residente en Pereira por los años 90’s, me dijo que mi amigo Montoya era, sin lugar a dudas, el Robert De Niro colombiano. Su apostura, su calidad interpretativa, su talante frente a las cámaras, lo hacían un actor fuera de serie y no en vano las grandes producciones pensaron en él a la hora de buscar intérprete para el gran Libertador de cinco naciones, papel que se disputó a dentelladas con otro gigante de la actuación, el también risaraldense (de Belén de Umbría) Pedro Montoya, mayor que él 10 años y quien se le adelantara 14 años para ir a buscar las puertas del cielo, víctima, igualmente, de otra enfermedad catastrófica.
Nos volvimos a ver en Pereira y en Bogotá en varias ocasiones, donde coincidíamos en algunas tenidas de carácter social. La última vez que lo vi, un tanto nervioso, fue en un restaurante en plena carrera 7ª de la capital, pocos días antes de que decidiera aceptar el papel más temerario de su vida, para lo cual tendría que prepararse de una manera tan inusual como salvaje: tragarse veinte cápsulas de cocaína e irse para New York, a sabiendas del riesgo de caer en garras de la policía y efectivamente, allí le tocó modelar por cinco años, todo a costa de querer ganarse un puñado de dólares para poder sostener su elevado -y descarrilado- tren de vida, siguiendo vidas paralelas con muchos famosos del canto y de la actuación.
Coincidí a fines de los 80’s con una de sus esposas y madre de una de sus hijas, Shaio Muñoz, famosa productora fotográfica y mujer de la farándula, cuando ambos nos creíamos locutores de radio y prestamos un semestre servicios en el espacio Radio Noticias Caracol, del que salíamos de cabina a las 5 a.m., más trasnochados que un trío de serenateros del “Páramo” de Pereira. Pero eran tiempos de radio. A Shaio, a sus hijas, a Enrique, a su madre y a sus 6 hermanos sobrevivientes, nuestro más sentido pésame por la trágica desaparición -por cáncer de garganta- de uno de los grandes de la televisión. Al caer el telón de la vida, Dios lo guarde en su eterna morada.