Se requiere que todos entendamos que detrás de cada persona que sobresale en un campo, hay un ser humano.
Esta condición la olvidamos constantemente, no solo cuando asumimos posiciones críticas y sin compasión frente a las acciones y comportamientos de los demás, sino peor aún, cuando asumimos la penosa carga de buscar nosotros mismos ser perfectos, de creer que lo estamos siendo y de no poder asumir que nos podemos equivocar o que podemos fracasar, solo por temor a decepcionar a los demás.
Lo ocurrido con Simone Biles, la otrora cuatro veces ganadora del oro en los pasados Olímpicos de Río, y que en Tokio 2020 ha dicho me retiro, da una lección al mundo de lo que estamos hechos los seres humanos, talento a la par de miedo.
Toda la presión que se ejerce y se posa sobre un deportista lleva a que éste tenga episodios de ansiedad, que finalmente logran que se desconecten no sólo la parte mental y la física, sino la mental de la realidad.
Cuantas veces nos hemos sentido Simone Biles, en cuantas ocasiones cuando vemos que las cosas no están saliendo, asumimos posiciones de decepción y frustración, de necesidad de salir de ese momento rápidamente, porque se siente que se está próximo al fracaso y a la absurda crítica de los demás. Esa desgracia la padecemos los humanos y más los deportistas, a quienes les dejan la responsabilidad de la gloria de un país, el mismo que pocas veces se acuerda de ellos.
Lo primero que se viene a la mente de ellos es una necesidad de no querer que se note, de no comentarlo, de no demostrarlo. Porque en este país nos enseñaron que quien tiene un problema de salud mental es un loco y que los locos no necesitan ser comprendidos. Porque nos enseñaron que quien no es primero es un fracasado, como si nos dieran todas las condiciones para que tengamos éxito.
Nuestra delegación no estuvo ajena a esta presión, la salud mental puso en jaque a Jenny Arias cuando en su afán de cumplirle las expectativas de muchos y luego de poner su humanidad a merced de los golpes de una filipina, finalmente sucumbió. Por ello entre lágrimas pidió excusas a todos los que habían confiado en ella y no había alegrado con una medalla, pero especialmente a su papá, al que quería darle con lo ganado por la medalla, una cirugía en sus piernas.
Mariana Pajón, esta vez plata y no oro, disfrutó tanto su medalla como las otras, porque es el momento en que la presión por fin se va, en el instante en que toda esa carga queda atrás y así tantos más.
Cada vez que tengamos al frente un deportista sin importar la categoría o condición, sepamos que posiblemente no llegará a ser el más importante del mundo, pero detrás de él hay una historia única, que nosotros no conocemos, pero que lo convierte en el ganador por el solo hecho de estar ahí.
A todos los que nos representaron, Gracias. Los honores siempre serán para ustedes