MONSEÑOR SLAWOMIR ODER* | El Nuevo Siglo
Viernes, 20 de Enero de 2012

El relicario de Juan Pablo II

El joven que encontró a Jesús con tanto entusiasmo y le pidió una receta para obtener la vida eterna, ante la propuesta de vender todo lo que tenía y darlo a los pobres para seguir a Jesús de modo totalmente libre, “se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt. 19,22). Respuesta del Maestro demasiado fuerte, porque habría comprometido toda la vida, orientándola en otra dirección. Y, sin embargo, después del abrumador comentario de Jesús sobre la riqueza, Él promete a quien tenga el coraje de seguirle el ciento por uno y la vida eterna. El miedo, la gratificación de una seguridad material, el poseer bienes a su vez serán un condicionamiento auténtico.
Para llevar a cabo un encuentro auténtico con el Señor y su Palabra se necesita la buena voluntad y la intención de entrar en su lógica, para sintonizar el reloj humano con la visión y el tiempo de Dios, la eternidad. Recibir de Él una propuesta de acompañarnos en la propia existencia es un don y una gracia. El encuentro tiene que tener como premisa el deseo de la escucha. El encuentro con Cristo no puede ser frenético, superficial, banal; al contrario, tiene que ser gradual pero también decisivo en una relación interpersonal, del mismo modo que la lectura de un libro, para poder descubrir y acoger la belleza y la profundidad, para descubrir el sentido del mensaje. Sólo entonces el alma se implica en el mismo sentido de la otra persona, se siente atraída y gratificada porque escribe con Cristo su historia.
La aventura humana y cristiana del Beato Juan Pablo II es la traducción histórica del relato del Evangelio: él no poseía riquezas materiales, pero tenía un inmenso patrimonio formado por sus muchos talentos y potencialidades: joven fuerte y tenaz, con una pronunciada pasión por el teatro, el deporte, los amigos, el estudio. Sin embargo, fue atrapado por la fascinación de Cristo, se fió de sus promesas, dejó todo y le siguió.
Se podría leer la vida de Wojtyla como una parábola de la palabra, hasta alcanzar forma mística y poética cuando encontró a Cristo. Esta fe se convirtió en él en fuego ardiente, que por su misma naturaleza no podía permanecer encerrada dentro de él, sino que pedía extenderse por el mundo entero. Este excepcional carisma lo empujó a llevar el mensaje de Cristo hasta los últimos confines de la Tierra. “¡Caritas Christi urget!”. Él mismo fue el primero en ser tierra fértil que acogió la generosidad del Sembrador, dejándose plasmar y transformar por la fuerza de la verdad evangélica, siendo heraldo y anunciador; después, cuando las adversidades físicas se lo impidieron, comunicó con su palabra y con su sufrimiento.
¡Sí!, Juan Pablo II ha sido precisamente la traducción histórica de Cristo para nuestro tiempo: su corazón enamorado de Dios, su mirada que penetraba hasta lo más profundo del hombre, su fe, su coraje de anunciar la verdad, la centralidad del hombre y de su dignidad intangible en cuanto reflejo de la imagen del Creador, la alegría de vivir la aventura de Dios.
*Postulador de la Causa de Santificación de Juan Pablo I