El imperio de la legalidad y la transparencia son garantías de primer orden para la supervivencia de una sociedad civilizada. Infortunadamente, a lo largo de nuestra historia, particularmente en los últimos años, esos valores -aunque proclamados en la Constitución y las leyes- han sido transgredidos y las transgresiones han quedado impunes en la mayor parte de los casos.
La corrupción, junto con la violencia política, la guerra y el narcotráfico, han sido -durante años, no solamente ahora- los grandes males de Colombia, las causas de la disolución social, de la muerte y la desintegración, en extensas zonas del territorio, y motivo del desprestigio del país ante la comunidad internacional. Si algo se espera del Estado, hoy, al lado de las políticas en los aspectos sociales y económicos, es una genuina actividad orientada a la erradicación de tan antisociales confabulaciones delictivas, con el fin de recobrar elementales valores de nuestra nacionalidad.
En lo que toca con el cáncer de la corrupción, denuncias y muy delicadas situaciones recientemente acaecidas -no las únicas- nos han llevado a reflexionar sobre el tema:
Es necesario y urgente, por el bien de Colombia, que, al menos en el caso del que ahora se trata -ya que en muchos otros no ha pasado nada- se lleven a cabo las indagaciones, investigaciones y procesos judiciales y administrativos a que haya lugar -por parte de la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, los jueces competentes, el Gobierno Nacional y la Procuraduría- respecto a las denuncias públicas de dos exfuncionarios de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo que buscan acogerse al principio de oportunidad, sobre muy graves hechos de corrupción.
Las cosas -hasta ahora- no están nada claras y, por el contrario, hay mucha confusión, no se conocen pruebas y, en cambio, especulaciones y anuncios mediáticos-, lo que obliga al Estado a cumplir oportuna y correctamente su función. Todos exigimos que se sepa la verdad -toda la verdad, no parte de ella- y que los responsables sean sancionados. Que no haya impunidad,
Desde luego, las personas que han venido siendo mencionadas -congresistas y funcionarios gubernamentales- gozan de la presunción de inocencia garantizada en la Constitución. No pueden ser condenadas por los medios y deben gozar del pleno derecho a su defensa. Pero la administración de justicia debe actuar y las responsabilidades -tanto penales como administrativas, disciplinarias, patrimoniales y políticas- deben ser definidas, asumidas y reclamadas.
Reiteramos: las investigaciones y confrontaciones sobre los graves hechos no admiten más pausas, ni las informaciones a las que tiene derecho la ciudadanía pueden seguir adelantándose -gota a gota- por medios de comunicación y con criterio políticamente sesgado. Al contrario, deben ser adelantadas por los organismos competentes, en los correspondientes e imparciales procesos, no en redes sociales, y deben ser inmediatas, exhaustivas y completas, pues están de por medio no solamente la responsabilidad de los sindicados, la idoneidad y credibilidad del Congreso y del Ejecutivo, así como la legitimidad de las leyes aprobadas y en trámite.
Sea cual sea el resultado de los procesos correspondientes, lo que debe ocurrir es que se haga pronta, real y cumplida justicia. Con pruebas y sin tanta especulación.