“Estamos en guerra”, dice Netanyahu, y a fe que así será. Arderá la Franja de Gaza. Y con ella el Medio Oriente. También se recalienta la guerra en Ucrania con el ataque ruso del sábado a Odesa. Esas son guerras de verdad. Y aquí, en este país inviable, nos empeñamos a diario en hacer parodias de guerras que, aunque son un remedo aspiracional, son cruentas.
Las razones de los desencuentros entre Palestina e Israel o entre Rusia y Ucrania se las dejo a los internacionalistas. Las de los nuestros estoy segura de que son por culpa del odio que brota de tener que transitar entre la pérfida condescendencia de los de siempre y el transfuguismo social de los recién llegados. No son sinapsis acaloradas de tierra caliente.
Condescendencia es tratar al otro como si no mereciese lo que tiene, porque no es un legítimo otro en la convivencia y está instalado en la minoría de edad kantiana. Como lo hacen a diario con la vicepresidente de Colombia, porque es negra, fue “sirvienta” y no encarna la estética que les gusta a los de siempre pero que les es esquiva porque aquí también, como en México, somos mestizos, chaparritos e “hijos de la chingada” pero allá se enorgullecen y acá nos “blanqueamos”.
Condescendencia es hacer mofa de lo que el otro tiene o sabe; desde hace un año en este país se le dice “mansión” a cualquier casa de conjunto clase media, si el dueño es petrista y no precisamente para exaltar el logro sino para sembrar sospecha; “maleta”, a cualquier cartera o morral; “millonario” al sueldo que la función pública dispone para el cargo, ocúpelo quien lo ocupe. Destilan odio los medios, la gran prensa y las redes. El lenguaje no es impune diría Wittgenstein; cada palabra es escogida para exacerbar los ánimos, a diestra y siniestra. Destilan odio nuestros políticos, pero también los empresarios y los ciudadanos cuando tienen oportunidad de opinar.
Y los del cambio, dedicados a imitarlos. Puro transfuguismo social, ese que la premio Nobel francesa, Annie Ernaux, describe descarnadamente en sus libros El lugar y Los armarios vacíos; es que "el ascensor social produce transfuguismo, pero ese estado es mucho más difuso que el éxito social. Hay que distinguirlo. La respuesta no está solo en la educación, sino también en ver que tenemos una sociedad dividida en clases y que a veces pretende no estarlo”. Pero aquí nadie quiere ser lo que es y aunque nada es inmutable uno está anclado a sus raíces. Heidegger lo sabía y por eso refrendó su condición de provinciano.
De mi colección de recortes de prensa salta un viejo ejemplar de El Espectador: “Hay que aceptar que el mundo está descuadernado y que, como al viejo libro cuyas hojas se han venido cayendo, es necesario reencuadernarlo, a la sociedad humana hay que rejuvenecerla con una savia limpia de odios”, escribió Don Guillermo Cano en su Libreta de Apuntes del 30 de marzo de 1980.
Este país no se merece ni una gota de tinta mientras sigamos instalados a placer en el odio. Ya ni siquiera se comete el error de odiar, como antes, una ideología, un pensamiento, una manera de ver el mundo, sino que nos hemos dedicado a odiar a las demás personas.